Nada es lo que parece: El secreto de la sala cinco

—Doctora Magdalena, la señora Chmielewska de la sala cinco no ha dejado de suplicar que la deje irse a casa. Anoche casi se arrodilla, dice que su hija la necesita —me susurró Lucía, la enfermera de guardia, mientras yo apenas lograba acomodar mi bata blanca y disimular el cansancio en mis ojos.

Sentí un escalofrío. No era la primera vez que una paciente intentaba salir antes de tiempo, pero había algo en la voz de Lucía, una urgencia, un miedo que no era habitual. Miré el reloj: las seis y media de la mañana. Afuera, la ciudad apenas despertaba, pero aquí dentro el hospital nunca dormía.

—Gracias, Lucía. Yo hablaré con ella —le respondí, intentando sonar firme, aunque por dentro me temblaban las manos.

Caminé por el pasillo iluminado por luces frías, esquivando camillas y el eco de pasos apresurados. Al llegar a la sala cinco, vi a la señora Chmielewska sentada en la cama, con los ojos hinchados y las manos crispadas sobre la sábana. Era una mujer de unos cincuenta años, piel morena curtida por el sol y el trabajo, cabello recogido en un chongo apretado. Cuando me vio, se incorporó de golpe.

—Doctora Magdalena, por favor… déjeme irme. Mi hija está sola en casa. No tengo a nadie más —su voz era un susurro desesperado.

Me senté a su lado, intentando encontrar las palabras correctas. Sabía que detrás de cada súplica había una historia, y detrás de cada historia, un dolor que muchas veces no podíamos curar con medicinas.

—Señora Chmielewska, su operación fue complicada. Necesita quedarse al menos dos días más para evitar una infección —le expliqué con suavidad.

Ella bajó la mirada y murmuró:

—No entiende… si no llego hoy, mi exesposo va a llevarse a mi hija. Él tiene dinero y abogados… yo solo tengo este trabajo y ahora ni eso.

Sentí una punzada en el pecho. Recordé a mi propia madre luchando sola contra todo cuando mi papá nos dejó. Recordé las noches en que yo cuidaba a mis hermanos mientras ella trabajaba doble turno en la panadería del barrio.

—¿No tiene a nadie que pueda ayudarla? —pregunté, aunque ya sabía la respuesta.

—Mi hermana vive en Veracruz y no puede venir. Mis vecinos… ya me han ayudado demasiado —dijo ella, con los ojos llenos de lágrimas.

En ese momento, entró Lucía con el desayuno y me miró con complicidad. Sabía que yo siempre me involucraba demasiado con los pacientes. Pero ¿cómo no hacerlo? Aquí nadie era solo un número de cama; todos éramos parte de una misma historia rota.

Salí de la sala cinco con el corazón apretado. Fui directo al despacho del jefe de piso, el doctor Ramírez. Un hombre duro, de voz grave y mirada cansada.

—¿Otra vez defendiendo causas perdidas, Magdalena? —me dijo sin levantar la vista del expediente.

—No es una causa perdida. Es una madre sola. Si no hacemos algo, va a perder a su hija —insistí.

Él suspiró y se frotó las sienes.

—No podemos romper el protocolo cada vez que alguien llora. Si le pasa algo fuera del hospital, es nuestra responsabilidad —sentenció.

Salí furiosa. ¿En qué momento nos habíamos vuelto tan insensibles? Caminé hasta el patio trasero del hospital y marqué el número de mi hermana Mariana.

—¿Qué pasa ahora? —contestó ella con voz adormilada.

—Necesito que vayas a casa de una paciente mía y cuides a su hija unas horas. Te pago lo que quieras —le rogué.

Mariana bufó.

—¿Otra vez metiéndote en problemas ajenos? Mamá siempre decía que te ibas a cargar el mundo encima…

Colgué sin responderle. Sabía que no podía contar con ella. Volví al hospital sintiéndome más sola que nunca.

Esa noche, mientras revisaba expedientes en mi pequeño departamento del centro, recibí un mensaje anónimo: «Si sigues metiéndote donde no te llaman, te vas a arrepentir». El miedo me paralizó por un segundo. ¿Quién podía estar vigilándome? ¿El exesposo de Chmielewska? ¿Alguien del hospital?

No dormí nada. Al día siguiente, al llegar al hospital, encontré a Lucía llorando en el baño.

—Magda… alguien entró a mi casa anoche. No se llevaron nada, pero revolvieron todo —me confesó entre sollozos.

Sentí un nudo en la garganta. Esto ya no era solo un problema médico; era algo mucho más grande. Decidí hablar directamente con la señora Chmielewska.

—Dígame la verdad: ¿quién la está amenazando? —le pregunté en voz baja.

Ella me miró con terror.

—No puedo decirle… si hablo, me matan —susurró.

Me arrodillé junto a su cama y le tomé las manos.

—Yo también tengo miedo. Pero si no hacemos algo ahora, esto solo va a empeorar —le dije con sinceridad.

Finalmente, entre lágrimas, me confesó:

—Mi exesposo está metido con gente peligrosa… narcos. Me obligaron a guardar un paquete en mi casa y ahora lo quieren de vuelta. Si no lo entrego hoy mismo, se llevan a mi hija o me matan a mí…

Sentí que el mundo se me venía encima. ¿Qué podía hacer yo contra eso? Llamar a la policía era arriesgado; aquí todos sabíamos que algunos oficiales estaban comprados.

Esa tarde tomé una decisión desesperada: fui personalmente al departamento de Chmielewska después del turno. El edificio olía a humedad y miedo. Subí las escaleras temblando y toqué la puerta. Una niña pequeña abrió apenas una rendija.

—¿Tú eres amiga de mi mamá? —me preguntó con voz bajita.

—Sí, vengo a ayudarte —le respondí sonriendo aunque por dentro estaba aterrada.

Busqué el paquete donde Chmielewska me había indicado: detrás del tanque de gas en la azotea. Era una bolsa negra sellada con cinta adhesiva. No quise ni imaginar qué había dentro.

De regreso al hospital, entregué el paquete a Chmielewska sin hacer preguntas. Ella lloró y me abrazó como si le hubiera salvado la vida.

Esa noche no pude dormir pensando en lo cerca que estuve del peligro y en lo sola que estaba realmente en esta ciudad inmensa donde nadie cuida de nadie… o casi nadie.

Al día siguiente, Chmielewska fue dada de alta y desapareció sin dejar rastro. Lucía renunció al hospital por miedo y yo… yo sigo aquí, luchando cada día contra un sistema roto y una realidad donde nada es lo que parece.

A veces me pregunto: ¿vale la pena arriesgarlo todo por ayudar a otros? ¿O solo estoy huyendo de mis propios fantasmas?