No como en las novelas, pero casi: la historia de Kinga en un pueblo latinoamericano

—¿Otra vez arroz con huevo, Kinga? —me preguntó Damián, dejando caer la cuchara sobre el plato con un golpe seco. El vapor del almuerzo se mezclaba con el calor pegajoso de la tarde, y sentí cómo una gota de sudor me recorría la espalda. No respondí. Miré por la ventana de nuestra casa de madera, allá en el corazón de un pueblo perdido entre los cafetales de Antioquia, y pensé en las novelas que veía de niña, donde las protagonistas siempre encontraban una salida, un milagro, un amor que lo curaba todo.

Pero mi vida no era como en la televisión. Me casé con Damián a los diecinueve, convencida de que el amor era suficiente para cambiarlo todo. Él era el muchacho más guapo del pueblo, con esa sonrisa torcida y promesas de futuro. Pero los años pasaron y las promesas se fueron desvaneciendo como el humo del café por las mañanas.

—¿Por qué no te buscas un trabajo en el pueblo? —me preguntó mi madre cada vez que iba a visitarla. Ella vivía a dos cuadras, pero parecía estar a kilómetros de distancia desde que me casé. —No puedo dejar sola a Lucía —le respondía siempre, mirando a mi hija de cinco años, que jugaba en el patio con una muñeca hecha de trapos.

La rutina era mi cárcel: levantarme antes del amanecer para preparar el desayuno, lavar la ropa en el lavadero comunal, cuidar a Lucía y esperar a Damián, que cada vez llegaba más tarde y más cansado. Decía que trabajaba en la finca del tío Ernesto, pero yo sabía que muchas veces se quedaba tomando aguardiente con sus amigos en la cantina del pueblo.

Una noche, mientras Lucía dormía y yo remendaba una camisa vieja de Damián, escuché voces afuera. Me asomé y vi a Damián discutiendo con su primo Julián. —Te dije que no me metieras en eso —le gritaba Damián, con la voz ronca por el alcohol. —¡Ya es tarde! —respondió Julián—. Si no pagas lo que debes, te van a buscar aquí.

Sentí un escalofrío. Sabía que Damián tenía problemas con el juego desde antes de casarnos, pero nunca imaginé que las deudas pudieran alcanzarnos así. Esa noche no pude dormir. Me quedé mirando el techo de madera, escuchando los grillos y pensando en Lucía. ¿Qué sería de nosotras si algo le pasaba a Damián?

Al día siguiente, fui al mercado del pueblo con mi madre. Mientras elegíamos tomates maduros, ella me miró con esos ojos cansados de quien ha vivido demasiado. —Hija, no tienes por qué aguantar tanto —me susurró—. Yo también soñé con un final feliz, pero la vida es otra cosa.

No supe qué responderle. Sentí rabia y vergüenza al mismo tiempo. ¿Por qué tenía que ser así? ¿Por qué las mujeres del pueblo siempre teníamos que cargar con todo?

Esa tarde, cuando regresé a casa, encontré a Lucía llorando en el patio. Se había caído y raspado la rodilla. La abracé fuerte y le prometí que todo estaría bien, aunque ni yo misma lo creía.

Damián llegó tarde esa noche. Olía a licor y traía los ojos rojos. —¿Dónde está la plata que guardabas? —me preguntó sin mirarme a los ojos. Sentí un nudo en la garganta. Había estado ahorrando unas monedas para comprarle zapatos nuevos a Lucía.

—No tengo más —le dije—. Era para Lucía.

Damián golpeó la mesa con el puño y salió dando un portazo. Lucía se despertó asustada y corrió a mis brazos.

Los días siguientes fueron una mezcla de miedo y resignación. Damián estaba cada vez más irritable y ausente. Yo trataba de mantener la casa en orden y proteger a Lucía de los gritos y las discusiones.

Una mañana, mientras lavaba ropa en el río, escuché a las vecinas hablar de una mujer del pueblo que había dejado a su esposo y se había ido a Medellín a buscar trabajo. Decían que era valiente, pero también loca por abandonar todo.

Esa noche, mientras peinaba a Lucía antes de dormir, ella me preguntó: —Mamá, ¿por qué estás triste?

No supe qué decirle. Le acaricié el cabello y le conté una historia inventada sobre una princesa que vivía en una casa pequeña pero soñaba con volar lejos.

Los problemas empeoraron cuando Julián vino a buscar a Damián una noche lluviosa. Discutieron afuera mientras yo rezaba en silencio para que no pasara nada malo. Al final, Damián entró empapado y me miró como si yo tuviera la culpa de todo.

—Si algo me pasa, cuida a Lucía —me dijo antes de irse otra vez.

Esa frase me persiguió durante días. Empecé a pensar en lo que realmente quería para mi hija y para mí. ¿Era justo seguir viviendo así? ¿Valía la pena sacrificarlo todo por un amor que ya no existía?

Un domingo por la mañana, después de una noche especialmente difícil, tomé una decisión. Empaqué unas pocas cosas en una bolsa vieja y le pedí ayuda a mi madre.

—No quiero que Lucía crezca pensando que esto es normal —le dije entre lágrimas—. No quiero ser como tú ni como las demás mujeres del pueblo que se resignan a vivir así.

Mi madre me abrazó fuerte y lloramos juntas. Esa tarde, mientras Damián dormía borracho en la hamaca del patio, salí de la casa con Lucía de la mano.

Nos fuimos a vivir con mi madre por un tiempo. No fue fácil enfrentar las miradas y los chismes del pueblo. Algunas vecinas me llamaron valiente; otras decían que era una desagradecida por abandonar a mi esposo.

Conseguí trabajo limpiando casas en el pueblo y poco a poco empecé a ahorrar otra vez. Lucía empezó la escuela y cada día llegaba con historias nuevas y una sonrisa que me daba fuerzas para seguir adelante.

A veces veía a Damián en la plaza del pueblo, solo y envejecido antes de tiempo. Nunca se acercó ni pidió perdón. Yo tampoco lo busqué más.

Hoy, después de tantos años, sigo pensando en aquellas novelas que veía de niña. Mi vida no fue como en las historias de la televisión, pero aprendí que uno puede escribir su propio final si tiene el valor de empezar de nuevo.

¿Y ustedes? ¿Cuántas veces han sentido que la vida no es como en las novelas? ¿Vale la pena esperar un milagro o hay que salir a buscarlo uno mismo?