No hay nada que lamentar: Verano en el Malecón

—¿Y si todo esto no sirve para nada? —pregunté, sin poder evitar que mi voz temblara un poco, mientras veía cómo las garzas peleaban por las migajas que los niños lanzaban al agua turbia del río Magdalena.

Camila me miró de reojo, con esa mezcla de ternura y fastidio que sólo ella podía tener conmigo. —¿Otra vez con eso, Julián? ¿No puedes simplemente disfrutar que terminamos el semestre?

El calor del atardecer se pegaba a la piel como una manta húmeda. La brisa apenas movía las hojas de los almendros y el bullicio de la ciudad parecía lejano, como si el malecón fuera un refugio aparte del mundo. Pero yo no podía dejar de pensar en la conversación que me esperaba en casa.

—Mi papá quiere que deje la universidad —dije al fin, bajando la mirada—. Dice que es hora de ponerme serio, de ayudar en el taller. Que estudiar literatura es perder el tiempo.

Camila suspiró. —¿Y tú qué quieres?

La pregunta me golpeó más fuerte que cualquier regaño. ¿Qué quería yo? ¿Dormir hasta tarde, leer novelas viejas, caminar por la ciudad sin rumbo? ¿O quería ser el hijo obediente, el que no decepciona?

—No sé —admití—. A veces siento que todo esto es una fantasía. Que tarde o temprano me va a tocar dejarlo.

Ella se quedó callada un momento, mirando cómo el sol se hundía tras los techos bajos del barrio Las Flores. —¿Sabes qué creo? Que uno nunca está listo para decepcionar a nadie. Pero tampoco para traicionarse a sí mismo.

Me reí, pero era una risa amarga. —Eso suena bonito cuando lo dices tú.

El celular vibró en mi bolsillo: un mensaje de mi hermana menor, Valeria. «Papá está preguntando por ti. No tardes.» Sentí un nudo en el estómago.

—Tengo que irme —le dije a Camila, recogiendo mi mochila.

—Julián… —me detuvo con una mano en el brazo—. No dejes que te corten las alas antes de volar.

Caminé hasta la casa con el corazón apretado. El taller de mi papá olía a grasa y sudor; los martillos golpeaban metal desde temprano y los vecinos traían sus motos viejas para que él las arreglara. Mi mamá siempre decía que ese taller era lo único seguro en esta vida.

Entré y lo vi sentado frente al ventilador, limpiándose la frente con un trapo sucio.

—Llegaste tarde —dijo sin mirarme—. ¿Te crees muy importante ahora?

Me senté frente a él, sintiendo el sudor correrme por la espalda.

—Papá, yo…

—Nada de eso —me interrumpió—. Ya hablé con tu mamá. No podemos seguir pagando la universidad. El negocio necesita manos y tú eres el mayor. ¿O prefieres seguir leyendo esos libros inútiles mientras aquí nos partimos el lomo?

Vi a mi mamá asomarse desde la cocina, con los ojos rojos de tanto llorar. Valeria me miraba desde la puerta del patio, apretando los labios como si quisiera gritar y no pudiera.

—Papá, yo quiero terminar —dije, sintiendo que la voz se me quebraba—. Me faltan dos años nada más…

Él se levantó de golpe, tirando la silla hacia atrás.

—¡¿Y quién va a pagar eso?! ¿Tú? ¿Con qué? ¿Con tus poemas?

El silencio fue tan pesado que sentí ganas de salir corriendo. Pero me quedé ahí, mirando mis manos sucias de tanto ayudar en el taller los fines de semana.

Esa noche no cené. Me encerré en mi cuarto y escuché cómo mis padres discutían en voz baja. Valeria entró sin hacer ruido y se sentó a mi lado.

—No tienes que quedarte si no quieres —susurró—. Yo puedo ayudar en el taller…

La abracé fuerte. Ella tenía apenas quince años y ya entendía más del sacrificio que yo.

Pasaron los días y el verano se volvió una rutina amarga: trabajar en el taller por las mañanas, leer a escondidas por las noches, soñar con un futuro que cada vez parecía más lejano. Camila me llamaba todos los días; a veces salíamos a caminar por la ciudad vieja, otras veces sólo hablábamos por teléfono hasta quedarnos dormidos.

Una tarde, mientras arreglaba una moto vieja con mi papá, él me miró y dijo:

—¿Sabes por qué te pido esto? Porque aquí nadie te va a regalar nada. Yo dejé la escuela para mantener a mi familia. Y mira dónde estamos: no somos ricos, pero tampoco nos falta nada.

No supe qué responderle. Lo admiraba, pero también sentía rabia: ¿por qué tenía que ser yo quien renunciara a sus sueños?

Esa noche le escribí una carta a Camila:

«A veces pienso que nacimos para repetir la historia de nuestros padres. Pero también creo que podemos cambiarla, aunque duela. No sé si tenga el valor para hacerlo solo.»

Ella me respondió al día siguiente:

«Nadie cambia nada solo, Julián. Pero si te rindes ahora, nunca sabrás si valía la pena pelear.»

El verano avanzó entre peleas silenciosas y pequeños gestos de ternura: mi mamá dejándome café caliente antes de ir al taller; Valeria ayudándome con los clientes; Camila esperándome en el malecón con un libro nuevo bajo el brazo.

Un día cualquiera, mientras barría el taller al final de la jornada, mi papá se acercó y me puso una mano en el hombro.

—Si tanto quieres estudiar —dijo sin mirarme—, busca una beca o trabaja medio tiempo. Pero no esperes que te lo den todo servido. Aquí nadie tiene privilegios.

Sentí una mezcla de alivio y miedo: tendría que buscar trabajo, dormir menos, esforzarme el doble… pero al menos no tendría que renunciar del todo.

Esa noche salí corriendo al malecón y encontré a Camila sentada donde siempre.

—¿Y ahora? —preguntó sonriendo.

Me senté junto a ella y respiré hondo.

—Ahora empieza lo difícil… pero también lo mejor.

Miramos juntos cómo las garzas volvían a pelear por las migajas bajo la luz naranja del atardecer. Por primera vez en mucho tiempo sentí esperanza mezclada con miedo; una sensación nueva, como si estuviera aprendiendo a vivir desde cero.

A veces me pregunto si algún día dejaré de sentir culpa por elegir mi propio camino. ¿Será egoísmo querer algo diferente para uno mismo? ¿O simplemente es crecer?