No más regalos para mi nuera: Entre el amor y el desencuentro

—¿Otra vez, señora Marta? ¿No le dije que no me gustan las cosas de porcelana?

La voz de Camila, mi nuera, retumbó en la sala como un portazo. Yo sostenía entre mis manos aquel jarrón que había comprado con tanto esmero en el mercado de artesanos de San Ángel. Lo había envuelto con papel celofán y un lazo rojo, imaginando su sonrisa al recibirlo. Pero ahí estaba ella, con los labios apretados y la mirada esquiva, como si el regalo fuera una ofensa.

Sentí que el corazón se me encogía. No era la primera vez. Desde que mi hijo Julián se casó con Camila, cada cumpleaños, cada Navidad, cada aniversario era una prueba de fuego. Yo quería agradarle, demostrarle que la aceptaba como parte de la familia, pero siempre parecía hacer lo contrario.

—Perdón, Camila. Pensé que te gustaría —murmuré, sintiendo el calor en las mejillas.

Ella suspiró y dejó el jarrón sobre la mesa, sin mirarme.

—Mamá, no te pongas así —intervino Julián, intentando mediar—. Camila solo es honesta.

Pero su honestidad era como una daga. Me pregunté en qué momento regalar se había vuelto tan complicado. Recordé a mi propia suegra, doña Teresa, que me regalaba manteles bordados y yo los recibía con gratitud aunque no fueran de mi gusto. ¿Por qué Camila no podía hacer lo mismo?

Esa noche, mientras lavaba los platos en la cocina, las lágrimas se mezclaron con el agua tibia. Mi esposo, Ernesto, me abrazó por detrás.

—No te mortifiques, Martita. Cada quien es diferente —me susurró.

Pero yo no podía dejar de pensar en todo lo que había intentado: bufandas tejidas a mano, libros de poesía mexicana, hasta una cafetera italiana porque escuché que le gustaba el café fuerte. Siempre había un pero: “No es mi color”, “Ya tengo uno”, “No leo ese tipo de libros”.

El colmo llegó en el cumpleaños de Camila. Decidí regalarle una planta de lavanda en una maceta pintada por mí. Pensé que sería algo sencillo y útil para su departamento pequeño. Cuando se la entregué, ella sonrió apenas y dijo:

—Gracias… pero soy alérgica a la lavanda.

La vergüenza me quemó por dentro. Sentí las miradas de toda la familia sobre mí. Mi hijo me abrazó rápido y trató de cambiar de tema, pero yo ya no podía más.

Esa noche llamé a mi hermana Lucía.

—Ya no sé qué hacer —le confesé entre sollozos—. Siento que todo lo hago mal.

Lucía me escuchó en silencio y luego me dijo:

—¿Y si dejas de regalarle cosas? Quizá solo necesita espacio para sentirse parte de la familia a su manera.

La idea me dolió como una traición a mis costumbres, pero también sentí alivio. ¿Y si tenía razón?

Pasaron meses sin regalos. Las reuniones familiares se volvieron menos tensas, pero también más frías. Camila y yo apenas cruzábamos palabras más allá del saludo cordial. Extrañaba esos pequeños intentos de acercamiento, aunque siempre terminaran mal.

Un domingo cualquiera, mientras preparaba enchiladas para el almuerzo familiar, escuché a Camila llorar en el patio trasero. Dudé si acercarme o no. Finalmente salí y la vi sentada en la banca, con la cara entre las manos.

—¿Estás bien? —pregunté con cautela.

Ella levantó la vista, los ojos hinchados.

—Perdón… Es que extraño mucho a mi mamá —dijo entre sollozos—. Desde que murió… nadie me regala nada sin esperar algo a cambio.

Me quedé helada. Nunca había pensado en lo que ella sentía al recibir mis regalos. Tal vez para ella cada obsequio era un recordatorio de su pérdida o una presión para corresponder.

Me senté a su lado y le tomé la mano.

—No sabía… Yo solo quería que te sintieras bienvenida —le dije con voz temblorosa.

Camila suspiró.

—Sé que lo intentas… pero a veces siento que nunca voy a llenar tus expectativas. Y yo tampoco sé cómo acercarme a ti sin sentirme juzgada.

Nos quedamos en silencio largo rato, escuchando el canto de los pájaros y el bullicio lejano del barrio. Por primera vez sentí que estábamos del mismo lado: dos mujeres intentando pertenecer a una familia nueva, cada una con sus heridas y sus miedos.

—¿Qué te parece si empezamos de nuevo? —le propuse—. Sin regalos ni expectativas… solo tú y yo, aprendiendo a conocernos.

Camila asintió y sonrió débilmente. Nos abrazamos torpemente, pero fue suficiente para romper el hielo acumulado durante años.

Desde entonces, nuestras conversaciones fueron más sinceras. Aprendí a preguntarle cómo estaba antes de intentar agradarla con cosas materiales. Ella empezó a contarme sobre su infancia en Puebla, sobre su mamá y sus sueños frustrados de ser artista plástica. Yo le hablé de mis propias inseguridades como suegra y madre.

Un día cualquiera, mientras tomábamos café en la terraza, Camila me sorprendió:

—¿Sabes? Me gustaría aprender a bordar como tú… ¿Me enseñas?

Sentí una alegría inmensa. No necesitábamos regalos envueltos ni palabras perfectas; solo tiempo compartido y paciencia para sanar nuestras diferencias.

Hoy miro atrás y me doy cuenta de cuánto daño pueden hacer los malentendidos y las expectativas no dichas en una familia. A veces creemos que demostrar amor es dar cosas materiales cuando lo único necesario es escuchar y estar presentes.

¿Quién iba a decir que dejar de regalar sería el mejor regalo para ambas? ¿Cuántas veces nos aferramos a nuestras costumbres sin preguntar qué necesita realmente el otro?

¿Y ustedes? ¿Han vivido algo parecido con sus familias? ¿Cómo lograron encontrar armonía después del conflicto?