No Me Conformo: La Historia de Cristina y su Lucha por un Futuro Mejor
—¡Benjamín! —grité desde la puerta, con las bolsas del mercado cortándome los dedos—. ¿Puedes ayudarme?
El silencio fue mi única respuesta. El televisor murmuraba en la sala, pero mi esposo ni se asomó. Sentí una punzada de rabia mezclada con cansancio. Dejé caer las bolsas sobre la mesa de la cocina y me apoyé en el fregadero, respirando hondo para no llorar. Era jueves, pero para mí todos los días eran iguales: trabajo en la oficina de contabilidad, tráfico infernal, compras, casa, y un marido que parecía más un mueble que una compañía.
Mientras guardaba los tomates y el arroz, recordé la conversación de la mañana con mi jefa, la señora Ramírez. “Cristina, necesito que te quedes dos horas más hoy. Hay que cerrar el balance del mes”, me había dicho sin mirarme a los ojos. No era una petición; era una orden. Y yo, como siempre, asentí con una sonrisa falsa.
—¿Por qué no te quejas? —me preguntó mi compañera, Mariana, mientras tomábamos café en la cocina de la oficina—. Tú eres buena en lo que haces, pero te explotan.
—No sé… —le respondí—. Es lo que hay. Aquí en Monterrey no es fácil encontrar algo mejor.
Pero esa noche, mientras veía a Benjamín cambiar de canal sin mirarme, algo dentro de mí se rompió. No podía seguir así. No podía resignarme a vivir una vida que no era mía, a trabajar en un lugar donde nadie valoraba mi esfuerzo, a cargar sola con todo mientras mi esposo se escondía detrás de su silencio.
Me senté frente a él y apagué el televisor.
—¿Podemos hablar? —le dije.
Benjamín me miró como si acabara de interrumpirle el partido más importante del año.
—¿Qué pasa ahora?
—No puedo más —le confesé, sintiendo cómo me temblaban las manos—. Odio mi trabajo. Me siento vacía. Siento que estoy desperdiciando mi vida.
Él suspiró y se encogió de hombros.
—Así es la vida, Cristina. Todos trabajamos en algo que no nos gusta. Hay que pagar las cuentas.
—¿Y si no quiero conformarme? ¿Y si quiero algo mejor?
Benjamín se levantó y fue a la cocina sin responder. Escuché el ruido del refrigerador y el chasquido de una lata de cerveza abriéndose. Sentí ganas de gritarle que yo también tenía derecho a soñar, pero me tragué las palabras.
Esa noche casi no dormí. Pensé en mi mamá, en cómo siempre me decía: “Mija, agradece lo que tienes. Hay gente que ni trabajo tiene”. Pensé en mi papá, que trabajó treinta años en la fábrica y nunca se quejó. Pero también pensé en Mariana y en sus ganas de poner una cafetería; en mi primo Luis, que se fue a Ciudad de México a perseguir su sueño de ser músico; en todas esas personas que se atrevieron a buscar algo mejor.
Al día siguiente llegué tarde al trabajo a propósito. La señora Ramírez me miró con desaprobación.
—¿Todo bien en casa? —preguntó con voz fría.
—Sí —mentí—. Pero quería hablar con usted… Quiero pedir unos días para pensar sobre mi futuro aquí.
La jefa arqueó una ceja.
—¿Vas a renunciar?
No supe qué responder. Salí de la oficina sintiéndome ligera y asustada al mismo tiempo. Caminé por el centro de Monterrey viendo a la gente correr de un lado a otro, cada uno con sus propios problemas y sueños rotos.
Esa tarde fui a casa de Mariana. Nos sentamos en su balcón con un café y le conté todo.
—¿Y si abrimos juntas esa cafetería? —me propuso de repente—. Yo tengo algo ahorrado y tú eres buena con los números.
Sentí una chispa de esperanza encenderse dentro de mí.
—¿Y si fracasamos?
Mariana sonrió.
—¿Y si triunfamos?
Esa noche le conté a Benjamín mi idea. Se rió.
—¿Una cafetería? ¿Tú? No tienes ni idea de negocios. Mejor quédate donde estás y deja de soñar tonterías.
Sus palabras me dolieron más de lo que esperaba. Pero también me hicieron darme cuenta de algo: no podía seguir esperando su aprobación para vivir mi vida.
Los días siguientes fueron una mezcla de miedo y emoción. Mariana y yo buscamos locales pequeños cerca del Tec; hablamos con proveedores; hicimos cuentas hasta la madrugada. Mi mamá me llamó preocupada cuando le conté mis planes.
—Cristina, ¿y si no funciona? ¿Y si pierdes todo?
—Mamá, prefiero intentarlo y fallar que quedarme toda la vida preguntándome qué hubiera pasado si me hubiera atrevido.
El día que renuncié sentí vértigo y libertad al mismo tiempo. La señora Ramírez ni siquiera intentó convencerme de quedarme; para ella yo era solo otra empleada reemplazable.
El primer mes fue duro. Benjamín apenas me hablaba; mis suegros decían que estaba loca por dejar un trabajo “seguro”. Pero cada vez que veía a Mariana sirviendo café con una sonrisa o cuando un cliente nos felicitaba por el pan dulce casero, sentía que por fin estaba viviendo para mí.
Un día Benjamín llegó borracho y me gritó que yo era una egoísta por arriesgar nuestra estabilidad. Lloré toda la noche, pero al amanecer supe que no podía seguir con alguien que no creía en mí.
Me mudé a un pequeño departamento cerca del local. Empecé a dormir mejor; empecé a reír otra vez. Mi mamá vino a visitarme y lloró al ver lo feliz que estaba.
Hoy nuestra cafetería es pequeña pero llena de vida. Mariana y yo trabajamos duro todos los días, pero lo hacemos con pasión. A veces extraño la seguridad del pasado, pero nunca he vuelto a sentirme vacía.
A veces me pregunto: ¿cuántas mujeres como yo siguen atrapadas en trabajos o vidas que no les llenan por miedo al qué dirán o por falta de apoyo? ¿Cuándo aprenderemos a escucharnos a nosotras mismas antes que a los demás?