No se puede fingir que todo sigue igual

—¡No puedes entrar así nada más, Julián! —grité desde la cocina, apretando el cuchillo con el que picaba cebolla. El sudor me corría por la frente, mezclándose con las lágrimas que no sabía si eran por la cebolla o por la rabia.

Julián, mi hermano menor, se quedó parado en la puerta, con la mochila colgando de un hombro y los ojos bajos. Habían pasado seis años desde que se fue de la casa después de aquella noche en que papá lo echó a gritos. Se fue sin mirar atrás, y yo me quedé recogiendo los pedazos de una familia rota.

—Solo quiero hablar con mamá —susurró Julián, casi sin voz.

La abuela Rosa, sentada en su sillón junto a la ventana, ni siquiera levantó la vista del rosario. Mamá estaba en el patio, regando las plantas como si nada pudiera perturbar su rutina. Pero yo sabía que cada hoja mojada era una lágrima que ella no se permitía llorar.

—¿Hablar? ¿Después de todo este tiempo? —le respondí, sintiendo cómo la rabia me subía por el pecho—. ¿Sabes cuántas veces mamá se quedó esperando una llamada tuya? ¿Cuántas veces papá se encerró en el taller para no llorar delante de nosotras?

Julián apretó los labios y bajó aún más la cabeza. Por un momento, vi al niño que solía esconderse detrás de mí cuando papá levantaba la voz. Pero ese niño ya no existía; ahora era un hombre con ojeras profundas y manos temblorosas.

—Déjalo pasar, hija —dijo la abuela Rosa, finalmente—. La sangre llama.

Me aparté a regañadientes. Julián cruzó la sala como si caminara sobre vidrios rotos. Mamá lo vio desde el patio y se quedó inmóvil, con la manguera goteando agua sobre sus sandalias gastadas.

—Hola, ma —dijo Julián, apenas audible.

Mamá soltó la manguera y corrió a abrazarlo. Lloraron juntos bajo el sol del mediodía, mientras yo los miraba desde la puerta, sintiendo una mezcla de alivio y celos. ¿Por qué él podía regresar como si nada? ¿Por qué yo tenía que cargar con el peso de mantener esta casa en pie?

Esa noche, la casa volvió a llenarse de voces. Mamá preparó tamales y arroz con pollo, como en los viejos tiempos. Pero algo era distinto: papá no estaba. Desde que Julián se fue, papá se volvió más callado, más ausente. Ahora pasaba las noches en el taller, arreglando radios viejos y escuchando tangos a bajo volumen.

Durante la cena, nadie mencionó el motivo de la pelea que separó a Julián de papá. Todos fingimos que éramos una familia normal, pero las miradas esquivas y los silencios pesados decían lo contrario.

—¿Y qué piensas hacer ahora? —pregunté finalmente, rompiendo el silencio.

Julián me miró con esos ojos tristes que siempre supieron pedir perdón sin palabras.

—No lo sé —respondió—. Solo quiero arreglar las cosas… si todavía puedo.

Mamá le tomó la mano por debajo de la mesa. La abuela Rosa murmuró una oración en voz baja. Yo sentí un nudo en la garganta. ¿Arreglar las cosas? ¿Se puede arreglar lo que está roto desde hace tanto?

Esa noche no pude dormir. Escuché a Julián caminar por la casa, deteniéndose frente a la puerta del taller de papá. No se atrevió a entrar. Yo tampoco podía acercarme; había una barrera invisible hecha de orgullo y dolor.

Al día siguiente, mamá me pidió que acompañara a Julián al mercado. Caminamos en silencio entre los puestos de frutas y verduras, esquivando los gritos de los vendedores y el bullicio de la gente.

—¿Por qué volviste? —le pregunté finalmente.

Julián suspiró.

—Me cansé de estar solo —dijo—. Allá afuera nadie te cuida como tu familia… aunque a veces duela estar juntos.

Me detuve frente a un puesto de mangos y lo miré fijamente.

—¿Y crees que aquí todo sigue igual? —le espeté—. No puedes fingir que nada pasó.

Julián bajó la mirada.

—No quiero fingir —dijo—. Solo quiero empezar de nuevo… si me dejan.

Volvimos a casa cargados de bolsas y silencios. Papá seguía en el taller, como si no supiera que su hijo había regresado. Mamá cocinaba en automático; la abuela rezaba más fuerte que nunca.

Esa tarde, mientras lavaba los platos, escuché a papá discutir con mamá en voz baja:

—No puedo perdonarlo tan fácil —decía él—. Me falló… nos falló a todos.

—Es tu hijo —respondió mamá—. Si no lo perdonas tú, ¿quién lo hará?

Sentí ganas de gritarles que yo también estaba cansada, que yo también necesitaba un abrazo, una palabra amable. Pero me tragué las palabras y seguí fregando ollas hasta que las manos me dolieron.

Los días pasaron lentos y pesados. Julián intentaba ayudar en casa, pero todo lo hacía torpe: rompió un vaso, quemó el arroz, olvidó comprar pan. Mamá lo defendía; papá lo ignoraba; yo oscilaba entre el enojo y la compasión.

Una tarde lluviosa, Julián entró al taller donde papá arreglaba radios viejas.

—¿Puedo ayudarte? —preguntó tímidamente.

Papá ni siquiera levantó la vista.

—No necesito ayuda —gruñó.

Julián se quedó parado en la puerta bajo el zumbido de la lluvia contra el techo de lámina.

—Perdón, papá —dijo al fin—. Sé que te fallé… pero también me fallé a mí mismo.

Papá soltó el destornillador y por primera vez en años vi lágrimas en sus ojos.

—No sé cómo volver a confiar en ti —susurró—. No sé cómo volver a ser tu padre.

Julián se acercó despacio y le puso una mano en el hombro.

—Solo dame una oportunidad —pidió—. No quiero perderlos otra vez.

El silencio fue largo y denso como la humedad del aire. Al final, papá asintió sin decir palabra. Julián salió del taller con los ojos rojos pero una pequeña sonrisa en los labios.

Esa noche cenamos todos juntos por primera vez en años. Nadie habló del pasado; nadie prometió olvidar. Pero sentí que algo empezaba a sanar lentamente.

Hoy escribo esto sentada en la cocina donde tantas veces lloré en silencio. Mi familia sigue rota en algunos lugares, pero ya no sangra tanto como antes. Aprendí que no se puede fingir que todo sigue igual después de una herida profunda… pero tal vez sí se puede aprender a vivir con las cicatrices.

¿Ustedes creen que es posible perdonar de verdad? ¿O solo aprendemos a convivir con el dolor?