Nunca es tarde para el amor: Mi segunda primavera

—¿Otra vez sola, mamá? —La voz de mi hija, Lucía, retumbó en la cocina como un eco de reproche. Yo, Maritza, tenía la cuchara suspendida en el aire, revolviendo el café que ya ni siquiera pensaba tomar. Tres años han pasado desde que Ernesto se fue de este mundo, y aún siento su ausencia como un hueco frío en la cama y en el alma.

—No estoy sola, Lucía. Estoy conmigo —respondí, intentando sonar firme, pero mi voz tembló. Ella me miró con esa mezcla de lástima y fastidio que sólo los hijos adultos pueden tener cuando creen saber lo que es mejor para ti.

Desde que quedé viuda, la casa se llenó de silencios incómodos y visitas por compromiso. Mis hermanas, mis hijos, los vecinos… todos parecían tener una opinión sobre cómo debía vivir mi duelo. «Una mujer decente guarda luto toda la vida», decía mi tía Rosa cada vez que me veía con una blusa de color. Pero nadie preguntaba cómo me sentía yo realmente.

La soledad es una bestia que te muerde despacio. Al principio te deja respirar, pero luego te va quitando el aire poco a poco. Me acostumbré a hablarle a las paredes, a poner dos platos en la mesa por costumbre y a llorar bajito en el baño para que nadie escuchara.

Todo cambió el día que conocí a Tomás. Fue en la fila del banco, un martes cualquiera. Él llevaba una camisa azul y una sonrisa cansada. Me cedió el lugar y bromeó sobre lo lento que era el sistema. Reí por primera vez en meses. Cuando salimos, me invitó un café en la plaza. Hablamos de todo: de nuestros hijos, de los precios del mercado, de los partidos de fútbol y hasta de la telenovela que daban en las noches.

Tomás era viudo también. Su esposa había muerto de cáncer hacía cinco años. Compartíamos el mismo dolor, pero él lo llevaba con una ligereza que me desconcertaba. Me contó cómo aprendió a cocinar solo y cómo su nieta le enseñó a usar WhatsApp. Me sentí viva otra vez.

Empezamos a vernos cada semana. Al principio sólo éramos dos almas rotas buscando compañía, pero pronto esa compañía se volvió necesidad. Una tarde, mientras paseábamos por el parque central de San Miguelito, Tomás tomó mi mano. Sentí un escalofrío recorrerme el cuerpo.

—¿Está mal que me sienta feliz otra vez? —le pregunté con voz baja.

—No está mal, Maritza. Está mal vivir muerto en vida —me respondió él, apretando mi mano con fuerza.

Pero la felicidad ajena siempre incomoda a los demás. Cuando Lucía se enteró de Tomás, armó un escándalo en la casa.

—¿No te da vergüenza? ¡Papá ni siquiera lleva tres años de muerto! ¿Qué va a decir la familia? ¿Los vecinos? —gritó ella, con lágrimas de rabia en los ojos.

Mi hijo menor, Diego, fue más cruel aún:

—¿Y si Tomás sólo quiere aprovecharse? ¿No ves las historias que salen en las noticias? Las mujeres mayores siempre son víctimas.

Sentí que me arrancaban el corazón. Dudé de mí misma. ¿Y si tenían razón? ¿Y si estaba traicionando la memoria de Ernesto?

Dejé de ver a Tomás por unas semanas. Me encerré en mi cuarto y volví a hablarle a las paredes. Pero esta vez el silencio era más pesado, más oscuro. Una noche soñé con Ernesto. Me miraba desde la puerta y me decía: «No te quedes sola por mí».

Al día siguiente llamé a Tomás. Nos vimos en el cafetín del mercado municipal. Cuando lo vi entrar, supe que no podía seguir negándome la oportunidad de ser feliz.

—No puedo seguir así —le dije—. Te extraño.

Él sonrió y me acarició la mejilla.

—Entonces no te niegues lo que mereces —susurró.

Decidimos ir despacio, pero no ocultarnos más. Empezamos a salir juntos al parque, al cine del pueblo los domingos y hasta a misa los sábados por la tarde. Las miradas de los vecinos eran cuchillos afilados, pero aprendí a ignorarlas.

Un día invité a Tomás a cenar en casa. Lucía puso mala cara y Diego ni siquiera bajó al comedor. La tensión era tan densa que podía cortarse con cuchillo.

—Mamá, ¿de verdad crees que esto es lo correcto? —insistió Lucía mientras recogía los platos.

—No sé si es lo correcto para ustedes —le respondí—, pero sí lo es para mí.

Esa noche lloré mucho. No por culpa ni por vergüenza, sino por la tristeza de sentirme incomprendida por mis propios hijos.

Pasaron los meses y poco a poco las cosas empezaron a cambiar. Lucía se dio cuenta de que Tomás no era ningún aprovechado; incluso le ayudó a arreglar su celular cuando se le bloqueó el WhatsApp. Diego tardó más en aceptarlo, pero un día lo vi conversando con Tomás sobre fútbol en la sala y supe que había esperanza.

La familia extendida fue otro cantar. Mi tía Rosa dejó de hablarme y mis hermanas me miraban como si fuera una extraña en las reuniones familiares. Pero yo ya no era la misma mujer temerosa de antes.

Un domingo cualquiera, mientras caminábamos por el malecón del río Magdalena, Tomás me tomó del brazo y me susurró:

—Gracias por darme una segunda primavera.

Sentí que el corazón se me llenaba de luz. No sé cuánto tiempo nos quede juntos, pero sé que cada día vale la pena.

Ahora entiendo que nunca es tarde para volver a amar ni para elegir tu propia felicidad sobre las expectativas ajenas. ¿Cuántas mujeres como yo siguen viviendo bajo el peso del qué dirán? ¿Cuántas se atreven a romper el silencio y buscar su segunda primavera?

¿Y tú? ¿Te atreverías a desafiarlo todo por una nueva oportunidad de ser feliz?