Nunca es tarde para vivir: la historia de Rosa Elena

—¡Abuela, ¿dónde están mis zapatos?!—gritó Emiliano desde el patio, mientras yo removía el café en la vieja olla de peltre. El vapor empañó mis lentes y, por un instante, vi mi reflejo borroso en la ventana. Me vi a mí misma, Rosa Elena, con las manos arrugadas y el cabello recogido en un moño apretado, preguntándome en silencio: ¿En qué momento dejé de ser yo para convertirme solo en madre y abuela?

La casa olía a pan dulce y a nostalgia. Mi hijo, Javier, llegó tarde otra vez anoche. Lo escuché discutir por teléfono con su esposa, Lucía. Pelean por dinero, por los niños, por todo. Yo solo atino a prepararles desayuno y fingir que no escucho las palabras duras que se lanzan cuando creen que duermo. Pero no duermo. Hace años que no duermo bien.

Cuando Javier tenía cinco años y su padre nos dejó, juré que nunca le faltaría nada. Trabajé limpiando casas ajenas, lavando ropa para los vecinos, vendiendo tamales los domingos en la esquina de la iglesia. Todo para que él pudiera estudiar y tener una vida mejor. Y lo logró, en parte: es maestro de secundaria, pero la vida nunca deja de apretarnos el cuello.

—Mamá, ¿me puedes cuidar a los niños hoy? Lucía tiene turno doble y yo tengo junta con el director—me pidió Javier esa mañana, sin mirarme a los ojos. Asentí en silencio. Siempre digo que sí. ¿Cómo negarme? Son mi sangre, mi razón de existir… o eso me repito cada día.

Pero anoche, mientras doblaba la ropa de Emiliano y Valeria, encontré una vieja caja de madera bajo mi cama. Dentro estaban mis cuadernos de juventud: poemas, dibujos, cartas sin enviar. Recordé que alguna vez soñé con ser escritora, viajar a Buenos Aires o a Cartagena, sentarme en un café y escribir sobre la vida. Pero la vida real me arrastró como un río crecido: primero Javier, luego los nietos, después la enfermedad de mi madre… Siempre alguien más necesitaba algo antes que yo.

—Abuela, ¿por qué estás llorando?—me preguntó Valeria al verme con los ojos húmedos frente a la ventana.

—No es nada, hija. Solo se me metió una basurita—mentí, como tantas veces.

Pero esa noche no pude dormir. Me pregunté si era demasiado tarde para mí. Si acaso tenía derecho a querer algo más que cuidar niños y preparar comida. Sentí culpa: ¿cómo iba a pensar en mí cuando mi familia me necesita tanto? Pero también sentí rabia: ¿por qué nadie me pregunta qué quiero yo?

Al día siguiente, mientras los niños jugaban en el patio y Javier discutía otra vez con Lucía por teléfono, tomé una decisión pequeña pero revolucionaria: fui a la biblioteca del barrio y saqué un libro de poesía. Me senté en la plaza central y leí bajo el jacarandá florecido. Por primera vez en años, sentí que respiraba aire fresco.

Esa tarde, Lucía llegó antes de lo esperado. Me encontró sentada en la banca con el libro abierto sobre las piernas.

—¿Y los niños?—preguntó con tono seco.

—Están jugando con los vecinos. Yo necesitaba un rato para mí—respondí, temblando por dentro.

Me miró como si no entendiera. Quizá no entendía. En esta casa siempre he sido invisible cuando se trata de mis deseos.

Esa noche hubo discusión. Javier me reclamó:

—¿Por qué te fuiste sin avisar? Lucía llegó y no estabas…

—Solo salí un rato. Necesitaba pensar—le respondí bajito.

Él suspiró y se frotó la cara.

—Mamá… tú sabes que te necesitamos aquí.

Sentí el peso de sus palabras como una piedra en el pecho. Pero también sentí una chispa de rebeldía encenderse dentro de mí.

Pasaron los días y empecé a salir más seguido: al taller de lectura del centro cultural, a caminar por el parque sola, a tomar café con mi vecina Teresa que siempre me invitaba pero yo nunca aceptaba porque «no tenía tiempo». Los niños protestaron al principio; Javier y Lucía también. Pero poco a poco entendieron que yo también existo fuera de sus necesidades.

Un domingo cualquiera, mientras desayunábamos juntos, Javier me miró diferente.

—¿Estás bien, mamá? Te veo… distinta.

Sonreí por primera vez en mucho tiempo.

—Sí, hijo. Estoy aprendiendo a vivir para mí también.

No fue fácil ni rápido. La culpa me visitaba cada noche como un fantasma: ¿sería egoísta querer algo propio? ¿Estaba fallando como madre y abuela? Pero cada vez que escribía un poema o leía un libro nuevo sentía que recuperaba pedacitos de mí misma que creía perdidos para siempre.

Hoy tengo 62 años y sigo viviendo con mi familia en esta casa llena de risas y gritos. Sigo cuidando a mis nietos cuando hace falta, cocinando mole los domingos y escuchando las penas de todos. Pero ahora también escribo mis historias, viajo en mi imaginación y salgo a respirar bajo los árboles del parque.

A veces me pregunto: ¿cuántas mujeres como yo han dejado sus sueños guardados en una caja bajo la cama? ¿Cuántas se atreven a abrirla antes de que sea demasiado tarde?

¿Y tú? ¿Te has preguntado alguna vez si vives tu vida o solo sobrevives para los demás?