Pan y Esperanza: Melodía de Recuerdos en la Ciudad
—¡No te vayas, mamá! —grité, pero la puerta ya se había cerrado. El eco de mi voz rebotó en las paredes húmedas del apartamento, mezclándose con el olor a café viejo y pan duro. Tenía ocho años y, aunque no lo sabía entonces, ese sería el último día que vería a mi madre.
Hoy, casi treinta años después, salí corriendo de mi edificio en la colonia Doctores, apurado porque la panadería de don Ernesto estaba a punto de cerrar. No podía imaginarme la cena sin bolillo fresco. Bajé las escaleras de dos en dos, esquivando a los vecinos que subían cargados de bolsas y preocupaciones. Al llegar al portón, una escena me detuvo en seco: una niña, no mayor de cuatro años, abrazaba a un perrito flaco y tembloroso. Sus ojos grandes y oscuros me miraron con una mezcla de esperanza y miedo.
—Señor, ¿me compra un pan para mi perrito? —susurró, apenas audible.
Me quedé paralizado. Por un instante, vi reflejado en ella al niño que fui: solo, hambriento y con el corazón hecho trizas por la ausencia. Miré alrededor buscando a algún adulto, pero la calle estaba vacía salvo por el bullicio lejano de los coches y el grito de un vendedor ambulante.
—¿Dónde está tu mamá? —pregunté, agachándome para estar a su altura.
La niña bajó la mirada y acarició al perrito.
—No sé… Dijo que iba a volver… pero ya pasó mucho.
Sentí un nudo en la garganta. Recordé las noches en que esperaba a mi madre sentando junto a la ventana, contando los minutos hasta que el sueño me vencía. Recordé el hambre, la soledad y el miedo a que nadie volviera nunca por mí.
—¿Cómo te llamas? —insistí, tratando de sonar amable.
—Me llamo Mariana… y él es Chispa —dijo señalando al perrito.
La panadería estaba a punto de cerrar. Miré el reloj y luego a Mariana. No podía dejarla ahí. Tomé su mano con suavidad.
—Vamos, Mariana. Vamos a comprar pan para los tres.
Entramos juntos a la tienda. Don Ernesto me miró sorprendido.
—¿Y esa niña? —susurró mientras me servía los bolillos.
—Una vecina… —mentí—. Su mamá se retrasó.
Pagamos y salimos. Mariana devoró el pan con Chispa en brazos, como si no hubiera comido en días. Me senté junto a ella en la banqueta y le ofrecí agua de mi botella.
—¿Vives aquí cerca? —pregunté.
Mariana asintió y señaló un edificio viejo al otro lado de la calle.
—En el 204… pero la señora Rosa no me deja entrar si no está mi mamá.
La conocía bien: doña Rosa era la casera más dura del barrio, famosa por echar a familias enteras si se atrasaban con la renta. Sentí rabia e impotencia. ¿Cómo podía alguien dejar a una niña sola así?
La noche caía sobre la ciudad y las luces de neón comenzaban a parpadear. El miedo se instaló en mi pecho: ¿y si nadie venía por Mariana? ¿Y si terminaba como yo, perdido entre casas hogar y promesas rotas?
Decidí llevarla conmigo al departamento. No era lo ideal, pero dejarla sola era peor. Mientras subíamos las escaleras, Mariana me miraba con desconfianza y esperanza al mismo tiempo.
—¿Tienes hijos? —preguntó de repente.
Negué con la cabeza.
—No… pero tuve una mamá que me dejó solo también —confesé sin querer.
Mariana guardó silencio unos segundos antes de abrazar más fuerte a Chispa.
En casa le preparé un poco de sopa instantánea y compartimos el pan restante. Mariana comió en silencio, observando cada rincón del pequeño departamento como si fuera un palacio. Yo no podía dejar de pensar en lo injusta que era la vida para algunos niños en esta ciudad inmensa y despiadada.
Cuando terminó de comer, le ofrecí una cobija y le preparé un rincón en el sofá. Chispa se acurrucó junto a ella y ambos se durmieron casi al instante. Yo me senté frente a la ventana, viendo las luces lejanas del centro histórico y recordando mi propio pasado: los días en el DIF, las miradas indiferentes de los adultos, el frío de las noches sin techo ni esperanza.
A medianoche tocaron la puerta con fuerza. Me sobresalté. Era doña Rosa acompañada de una mujer joven, despeinada y con los ojos rojos por el llanto.
—¡Mariana! —gritó la mujer al ver a su hija dormida en el sofá.
Mariana despertó sobresaltada y corrió a abrazarla.
—Perdóneme… —balbuceó la madre entre lágrimas—. Me quedé sin trabajo hoy… No tenía dónde dejarla… No sabía qué hacer…
Doña Rosa me miró con desconfianza pero también con cierto respeto.
—Gracias por cuidar a la niña —dijo secamente antes de marcharse con ambas.
Cerré la puerta sintiendo una mezcla extraña de alivio y tristeza. Me senté otra vez frente a la ventana. Afuera, la ciudad seguía viva: niños vendiendo chicles en los semáforos, madres solteras luchando por sobrevivir, vecinos que apenas se conocen pero comparten las mismas penas.
Esa noche no pude dormir. Pensaba en Mariana, en su madre, en todos los niños invisibles que caminan solos por nuestras calles esperando un poco de pan o una mirada amable. Pensaba también en mí mismo: ¿cuántos niños como yo siguen esperando que alguien vuelva por ellos?
A veces creo que todos somos como esa niña: esperando afuera de una puerta cerrada, abrazando lo poco que tenemos y soñando con que alguien nos vea realmente.
¿Hasta cuándo vamos a permitir que nuestros niños crezcan sintiéndose solos e invisibles? ¿Cuántos Marianas más hay allá afuera esperando una mano amiga?