Papá de alquiler: una historia de pan y promesas rotas

—¿Vas a llevar ese pan o solo lo vas a mirar? —me preguntó la señora Gloria, la dueña de la panadería, mientras yo seguía con la mirada fija en el niño que estaba frente a la vitrina.

Era una tarde lluviosa en Belén, un barrio de Medellín donde el olor a pan caliente se mezcla con el humo de los buses y las voces de los vendedores ambulantes. El niño, flaquito y con la ropa un poco sucia, no miraba el pan ni las galletas. Miraba más allá, como si esperara que alguien saliera de entre los estantes. Me vi reflejado en sus ojos: esa misma espera, ese mismo vacío.

—¿Te ayudo en algo, mijo? —le pregunté, acercándome despacio para no asustarlo.

Él bajó la mirada y negó con la cabeza. Pero sus ojos decían otra cosa. Había hambre, sí, pero también una tristeza que reconocí al instante. Yo mismo la había sentido cuando mi papá se fue de casa y nunca volvió. Tenía apenas ocho años y desde entonces aprendí a no esperar nada de nadie.

—¿Estás esperando a alguien? —insistí.

El niño dudó. Miró hacia la puerta, luego a mí. Finalmente susurró:

—Mi papá dijo que venía por mí después del trabajo… pero ya es tarde.

Sentí un nudo en la garganta. ¿Cuántas veces había escuchado esa promesa? ¿Cuántas veces mi mamá me consoló diciendo que seguro mi papá estaba ocupado?

—¿Cómo te llamas? —le pregunté, intentando sonreír.

—Samuel —respondió.

—Yo soy Julián. ¿Quieres que te acompañe a esperar?

Samuel dudó otra vez, pero asintió. Nos sentamos en una banca afuera de la panadería. La lluvia caía fuerte y la gente corría cubriéndose con bolsas plásticas. Samuel abrazaba su mochila como si fuera un escudo.

—¿Tu mamá sabe que estás aquí? —pregunté.

—Ella trabaja hasta tarde… A veces mi tía viene por mí, pero hoy no pudo.

El silencio se hizo pesado. Yo quería decirle que todo iba a estar bien, pero no podía mentirle. Sabía que a veces los padres no vuelven, que a veces uno se queda esperando hasta que oscurece y el miedo se mete en los huesos.

—¿Y tu papá? —pregunté sin querer, como si necesitara saber si aún había esperanza.

Samuel bajó la cabeza y murmuró:

—A veces viene… A veces no.

Me dolió más de lo que esperaba. Recordé las noches en que mi mamá lloraba en silencio y yo fingía dormir. Recordé cómo aprendí a odiar los domingos porque eran días de promesas rotas.

La señora Gloria salió con dos panes calientes envueltos en servilletas.

—Tomen, para que no pasen frío —dijo, guiñándome un ojo.

Samuel agarró el pan con las dos manos y lo mordió despacio, como si tuviera miedo de que se acabara muy rápido. Yo también comí un poco, pero el sabor era amargo.

De repente, un hombre apareció corriendo bajo la lluvia. Tenía el pelo mojado y la camisa pegada al cuerpo. Se detuvo frente a nosotros, jadeando.

—¡Samuel! Perdón, hijo… El jefe me hizo quedarme más tiempo…

Samuel se levantó de un salto y corrió hacia él. El hombre lo abrazó torpemente, como si no supiera muy bien cómo hacerlo. Me quedé sentado, sintiendo una mezcla extraña de alivio y celos.

El hombre me miró y asintió en señal de agradecimiento. Luego tomó a Samuel de la mano y se alejaron bajo la lluvia. Vi cómo Samuel volteaba a mirarme antes de doblar la esquina. Su mirada era una mezcla de gratitud y tristeza.

Me quedé solo en la banca, con el pan frío entre las manos. Pensé en mi propio padre, en todas las veces que esperé en vano. Pensé en Samuel y en todos los niños que esperan algo que quizás nunca llegue.

Esa noche no pude dormir. La imagen de Samuel me perseguía. Al día siguiente volví a la panadería, esperando verlo otra vez. No apareció. Pasaron los días y cada tarde me sentaba en la misma banca, mirando a los niños salir del colegio, preguntándome cuántos de ellos estarían esperando a alguien que nunca llega.

Un viernes, mientras tomaba café con doña Gloria, ella me dijo:

—Ese niño viene seguido… A veces pasa horas aquí afuera. Su papá trabaja en construcción y casi nunca puede venir por él. La mamá está sola con tres hijos más…

Sentí rabia e impotencia. ¿Por qué tantos padres se van? ¿Por qué tantos niños crecen sintiéndose invisibles?

Esa tarde vi a Samuel otra vez. Estaba solo, sentado en el andén con la mochila entre las piernas.

—¿Quieres jugar fútbol? —le pregunté, señalando una pelota vieja que tenía doña Gloria detrás del mostrador.

Samuel sonrió por primera vez. Jugamos hasta que oscureció y su risa llenó el aire como una promesa rota que por fin se cumple, aunque sea por un rato.

Empecé a buscarlo cada tarde. A veces jugábamos fútbol, otras hacíamos tareas o simplemente hablábamos de cualquier cosa: del colegio, de sus hermanos, de sus sueños. Me contó que quería ser médico para curar a su mamá cuando se enfermara del corazón.

Un día le pregunté:

—¿Qué harías si pudieras pedirle algo a tu papá?

Samuel pensó mucho antes de responder:

—Que no me olvide… Que me quiera aunque esté cansado.

Sentí que algo se rompía dentro de mí. Quise decirle que los padres sí quieren a sus hijos, aunque a veces no sepan cómo demostrarlo. Pero no estaba seguro de creerlo yo mismo.

Con el tiempo, la gente empezó a murmurar:

—Ese Julián siempre anda con el niño ese…
—¿No será raro?
—¿Y si le pasa algo?

En un barrio como Belén todos se conocen y todos desconfían. Un día la mamá de Samuel vino a buscarlo antes de lo normal. Me miró con desconfianza y me preguntó quién era yo para pasar tanto tiempo con su hijo.

Le expliqué todo: cómo lo había visto solo, cómo solo quería ayudarlo porque yo también fui un niño esperando a su papá. Ella lloró en silencio mientras Samuel nos miraba sin entender muy bien qué pasaba.

—Gracias —me dijo al final—. Pero tenga cuidado… En este barrio la gente habla mucho y ayuda poco.

Desde ese día dejé de buscar a Samuel. No quería causarle problemas ni alimentar chismes malintencionados. Pero cada vez que pasaba por la panadería miraba hacia adentro, esperando verlo otra vez.

A veces pienso en él cuando veo niños solos en la calle o cuando escucho a alguien prometerle algo a su hijo sin saber si podrá cumplirlo. Me pregunto si algún día podré ser padre sin miedo a repetir los mismos errores de mi papá.

¿Será posible romper el ciclo del abandono? ¿O estamos condenados a esperar siempre bajo la lluvia por alguien que quizás nunca llegue?