Papá, entrégame la casa: lo tuyo ya pasó

—Papá, entrégame la casa. Lo tuyo ya pasó.

Las palabras de Lucía retumbaron en la sala, tan frías como el viento que se colaba por la ventana rota. Yo estaba sentado en el sillón de siempre, ese que compartí con Teresa durante treinta años, y sentí que el piso se abría bajo mis pies. Mi hija, mi única hija, me miraba con los ojos duros, como si yo fuera un extraño.

—¿Qué estás diciendo, Lucía? —pregunté, tratando de entender si era una broma cruel o una pesadilla.

Ella no titubeó. —Mamá ya no está. Tú ya viviste tu vida aquí. Yo necesito este lugar, papá. No puedo seguir pagando renta, y tú… tú solo te aferras a los recuerdos.

Me quedé callado. La muerte de Teresa me había dejado vacío, y ahora Lucía, mi razón para seguir adelante, me pedía que renunciara al último refugio que me quedaba. Sentí una punzada en el pecho, como si el dolor de la pérdida se multiplicara.

—Lucía, esta casa es todo lo que tengo. Aquí creciste, aquí aprendiste a caminar, aquí celebramos tus quince años…

—¡Ya basta, papá! —me interrumpió, la voz quebrada—. No entiendes. Yo también sufro. Pero la vida sigue, y yo necesito un lugar para mi familia. ¿Por qué no puedes entenderlo?

Vi cómo sus ojos se llenaban de lágrimas, pero no retrocedió. Me di cuenta de que detrás de su dureza había miedo, desesperación. Su esposo, Julián, había perdido el trabajo hacía meses. Mi nieto, Emiliano, apenas tenía cuatro años y ya había cambiado de casa tres veces. Pero… ¿era justo que yo pagara el precio de su inestabilidad?

—No es tan fácil, hija —susurré—. No puedo irme así nada más. ¿A dónde quieres que vaya?

Lucía apretó los labios. —Hay un asilo en la colonia. Podrías… podrías estar mejor cuidado allí. Aquí solo te encierras, no sales, no vives. Yo podría cuidar la casa, mantenerla viva para Emiliano.

Sentí que me faltaba el aire. ¿Un asilo? ¿Después de todo lo que di, de todo lo que construimos juntos? Recordé las noches en que Lucía lloraba por miedo a la oscuridad y yo la abrazaba hasta que se dormía. Recordé cómo Teresa y yo trabajamos turnos dobles para pagar esta casa, para dejarle algo a Lucía. ¿Era esto lo que quedaba de todo ese esfuerzo?

—No soy un mueble viejo que puedas guardar en una bodega —dije, la voz temblorosa.

Lucía bajó la mirada. —No quise decir eso, papá. Solo… solo estoy cansada. Todo es tan difícil. Julián no consigue trabajo, Emiliano se enferma cada semana, y yo… yo ya no puedo más.

Me levanté del sillón y caminé hacia la ventana. Afuera, los niños jugaban fútbol en la calle polvorienta. El sol caía sobre los techos de lámina y el olor a tortillas recién hechas flotaba en el aire. Todo seguía igual, pero dentro de mí algo se rompía.

—¿Y si me voy, Lucía? ¿Crees que eso solucionará tus problemas? —pregunté, sin voltear a verla.

—No lo sé —respondió, casi en un susurro—. Pero necesito intentarlo. Necesito sentir que puedo darle algo mejor a mi hijo.

El silencio se hizo pesado. Escuché el tic-tac del reloj, el mismo que marcó cada cumpleaños, cada Navidad, cada despedida. Pensé en Teresa, en cómo habría manejado ella esta situación. Seguro habría sabido qué decir, cómo calmar a Lucía, cómo hacerme sentir menos solo.

—Papá, por favor… —insistió Lucía—. No quiero pelear contigo. Pero ya no puedo seguir así.

Me giré y la vi, tan frágil y tan fuerte a la vez. Quise abrazarla, decirle que todo estaría bien, pero las palabras se atoraron en mi garganta. En vez de eso, solo pude murmurar:

—No puedo darte la casa, Lucía. No todavía.

Ella me miró con rabia y tristeza. Se acercó a la puerta, la mano temblorosa en el picaporte.

—Siempre piensas en ti —dijo, y sus ojos brillaron con lágrimas—. Nunca en mí.

Y entonces, con tres palabras, selló la distancia entre nosotros:

—Ya no importa.

El portazo resonó como un disparo. Me quedé solo, rodeado de fotos viejas y muebles gastados, preguntándome en qué momento perdí a mi hija. Me senté otra vez en el sillón y lloré, por Teresa, por Lucía, por mí mismo.

Esa noche no dormí. Di vueltas en la cama, escuchando los ruidos de la casa: el crujido de la madera, el zumbido del refrigerador, el eco de las risas que ya no estaban. Pensé en llamar a Lucía, pedirle perdón, decirle que podía venir cuando quisiera, pero el orgullo y el miedo me lo impidieron.

Al día siguiente fui al mercado, como cada sábado. Doña Rosa, la vecina, me saludó con una sonrisa triste.

—¿Cómo está, don Ernesto? —preguntó.

—Aquí, sobreviviendo —respondí, forzando una sonrisa.

Ella asintió, como si entendiera todo sin necesidad de palabras. Compré pan dulce y café, y regresé a la casa vacía. Me senté en la mesa y miré la foto de Teresa. Sus ojos me miraban con ternura desde el marco gastado.

—¿Qué hago, Teresa? —susurré—. ¿Le doy la casa? ¿Me resigno a desaparecer?

Pasaron los días y Lucía no llamó. El silencio era más pesado que nunca. Empecé a pensar en el asilo, en los viejos que veía sentados en el patio, mirando al vacío. ¿Sería ese mi destino? ¿Convertirme en un fantasma más, olvidado por mi propia familia?

Una tarde, Julián vino a buscarme. Se veía cansado, derrotado.

—Don Ernesto —dijo, sin mirarme a los ojos—. Lucía está mal. No duerme, no come. Está desesperada. Yo… yo no sé qué hacer.

Lo miré y sentí lástima por él, por todos nosotros. La vida nos había golpeado duro y nadie nos enseñó a levantarnos juntos.

—Julián —dije—, yo también estoy sufriendo. Perdí a Teresa, y ahora siento que pierdo a Lucía. Esta casa es lo único que me queda.

Él asintió, los ojos llenos de vergüenza.

—No queremos hacerle daño, don Ernesto. Solo… solo queremos una oportunidad.

Nos quedamos en silencio, cada uno atrapado en su propio dolor. Al final, Julián se fue sin decir más.

Esa noche, mientras veía las luces de la ciudad desde la ventana, entendí que la vida nos obliga a elegir entre el pasado y el futuro. Yo quería aferrarme a los recuerdos, pero Lucía necesitaba esperanza.

No sé qué haré mañana. Tal vez le entregue la casa, tal vez no. Pero sé que nada volverá a ser igual.

¿En qué momento los hijos dejan de ser nuestros niños y se convierten en extraños? ¿Vale la pena sacrificarlo todo por ellos, incluso si eso significa perderse uno mismo? ¿Ustedes qué harían en mi lugar?