Perdón en el bus: Una disculpa que cambió mi vida
—¡Oye, fíjate por dónde caminas!— gritó la señora de cabello canoso, apretando su bolsa contra el pecho mientras el bus frenaba de golpe. Sentí el calor subirme a las mejillas. Había pisado sin querer el pie de una joven, apenas unos años menor que yo, en medio del tumulto matutino del bus que va de Tlalpan a Insurgentes.
—Perdón, no fue mi intención— murmuré, mirando a la chica. Tenía la piel morena y los ojos grandes, llenos de sorpresa y rabia contenida.
—Siempre es lo mismo— respondió ella, su voz temblando. —¿Por qué siempre tienen que empujar a los que estamos atrás? ¿Por qué nunca piden permiso?
El silencio cayó sobre el bus como una sábana pesada. Todos nos miraban: el señor con el portafolio, la mamá con su niño dormido en brazos, la estudiante con audífonos. Nadie decía nada, pero todos escuchaban.
—De verdad, discúlpame— insistí, sintiendo cómo el sudor me recorría la espalda. —No fue a propósito.
Ella me miró de arriba abajo. —Claro, como siempre. Los que se creen más porque tienen la piel más clara piensan que pueden pasar por encima de los demás.
Sentí un nudo en la garganta. Yo, Lucía Ramírez, hija de una costurera y un chofer de microbús, nunca me había sentido «más» que nadie. Pero ahí estaba, convertida en el centro de una discusión sobre racismo y privilegio en pleno bus público.
—No es eso… —intenté decir, pero su mirada me cortó las palabras.
—¿Y si hubiera sido al revés? ¿Si yo te hubiera pisado? Seguro hasta me insultas— dijo ella, alzando la voz.
Un murmullo recorrió el bus. La señora canosa asintió con fuerza. —Así es, hija. Aquí una no puede ni respirar sin que la miren feo.
Me sentí acorralada. Quise defenderme, explicar que yo también venía apretada, que mi mamá era igual de morena que ella, que mi papá había sufrido discriminación toda su vida. Pero las palabras no salían.
—¿Por qué siempre asumimos lo peor de los demás?— pregunté al aire, más para mí misma que para ellos.
La joven me miró con desconfianza. —Porque así nos han tratado siempre.
El chofer gritó desde adelante: —¡Ya bájenle! Si no les gusta cómo va el bus, ahí está la puerta.
Nadie se movió. El bus siguió avanzando entre baches y semáforos rojos. Sentí las miradas clavadas en mi nuca. Quise llorar, pero me obligué a mantener la cabeza en alto.
Recordé a mi mamá, llegando cansada del taller con las manos llenas de agujas y hilos. Recordé a mi papá contando cómo lo bajaron una vez del camión por «verse sospechoso». Recordé las veces que yo misma crucé la calle para evitar a un grupo de chicos morenos porque «me daban miedo». ¿Era yo parte del problema?
La joven se bajó dos paradas después, sin mirarme. El silencio quedó flotando en el aire como un mal olor. Nadie habló hasta que llegamos a Insurgentes.
Esa noche, en la cena, le conté a mi familia lo que había pasado. Mi papá suspiró y dijo:
—A veces uno carga con culpas que ni son suyas, hija. Pero también hay que escuchar lo que los demás sienten.
Mi mamá me abrazó fuerte. —No te sientas mal por pedir perdón. Pero tampoco ignores lo que esa muchacha te quiso decir.
No dormí bien esa noche. Soñé con el bus lleno de gente mirándome, juzgándome por algo que ni entendía del todo. Al día siguiente, tomé el mismo bus y vi a la joven otra vez. Dudé si acercarme, pero lo hice.
—¿Puedo sentarme?— pregunté con voz baja.
Ella asintió sin mirarme.
—Ayer… me quedé pensando en lo que dijiste— confesé. —No sé si alguna vez te han hecho sentir menos por cómo eres…
Ella me interrumpió:
—Todos los días. En la escuela, en el trabajo, en la calle… Siempre hay alguien que te recuerda que eres diferente.
Me dolió escucharla. —Yo también he sentido eso… pero nunca lo había visto desde tu lado.
Por primera vez, me miró directo a los ojos. —No es tu culpa sola. Es de todos.
El bus siguió su camino mientras nos quedamos calladas. Pero algo había cambiado entre nosotras: una pequeña grieta en el muro del prejuicio.
Esa mañana entendí que una disculpa no siempre basta para sanar heridas profundas; a veces es solo el inicio de una conversación incómoda pero necesaria.
Ahora me pregunto: ¿Cuántas veces hemos juzgado sin saber? ¿Cuántas disculpas se quedan cortas frente a historias de dolor y discriminación? ¿Y tú… alguna vez has sentido o causado ese silencio incómodo?