¿Por qué siempre soy yo la que tiene que ceder? – Mi vida como nuera en la casa de mi suegra

—¿Otra vez vas a dejar los platos sucios, Mariana? —La voz de doña Rosa retumbó en la cocina, cortando el aire como un cuchillo afilado. Yo tenía las manos sumergidas en agua tibia, pero el frío de su mirada me recorrió la espalda.

No respondí. Sabía que cualquier palabra sería usada en mi contra. Mi esposo, Andrés, estaba en la sala viendo el noticiero, fingiendo no escuchar. Así era cada noche desde que nos mudamos a la casa de su madre en Guadalajara, después de que él perdió el trabajo y no pudimos seguir pagando la renta.

Al principio pensé que sería temporal. «Solo unos meses, Mariana, hasta que me estabilice», me prometió Andrés. Pero los meses se volvieron años y yo fui perdiendo la cuenta de las veces que tuve que callar para evitar una pelea.

—¿No escuchaste a mi mamá? —Andrés apareció en la puerta, con el ceño fruncido—. ¿Por qué tienes que hacerla enojar?

Sentí las lágrimas ardiendo detrás de los ojos, pero me tragué el llanto. No quería darle ese gusto a doña Rosa, que me miraba con una mezcla de lástima y superioridad.

—Ya casi termino —susurré.

—Pues apúrate —dijo él, y se fue sin más.

A veces me pregunto en qué momento dejé de ser Mariana para convertirme en «la nuera». Antes tenía sueños: quería terminar mi carrera de enfermería, trabajar en un hospital, ahorrar para comprar una casita. Pero aquí, entre estas paredes llenas de fotos antiguas y santos polvorientos, mis sueños se fueron marchitando como las flores del altar.

Doña Rosa nunca perdió oportunidad para recordarme mi lugar.

—En mis tiempos, las mujeres sabían obedecer —decía mientras yo barría el patio bajo el sol ardiente—. No como ahora, que todo les molesta.

Una tarde, mientras preparaba la comida para todos, escuché a doña Rosa hablando por teléfono con su hermana.

—Esta muchacha no sirve para nada. Si no fuera porque Andrés la quiere tanto, ya la hubiera corrido —decía sin saber que yo podía oírla desde la cocina.

Me dolió. No solo por sus palabras, sino porque Andrés nunca me defendía. Cuando intentaba hablar con él, siempre encontraba una excusa para no escucharme.

—Es mi mamá, Mariana. Está grande y hay que tenerle paciencia —me decía mientras revisaba su celular.

—¿Y yo? ¿Quién me tiene paciencia a mí? —le pregunté una noche, cansada de tanto silencio.

Él solo suspiró y se dio la vuelta en la cama.

La única luz en mi vida era mi hijo Emiliano. Tenía cinco años y una sonrisa capaz de iluminar hasta el rincón más oscuro de esta casa. Pero incluso él sentía el peso del ambiente tenso.

—¿Por qué abuela siempre te regaña? —me preguntó un día mientras jugábamos con sus carritos.

No supe qué responderle. ¿Cómo explicarle a un niño que a veces los adultos hieren sin razón?

Un domingo por la tarde, después de una discusión especialmente fuerte porque «la sopa estaba muy salada», me encerré en el baño y lloré como no lo hacía desde niña. Me miré al espejo y apenas reconocí a la mujer ojerosa y triste que me devolvía la mirada.

Pensé en llamar a mi mamá en Veracruz, contarle todo. Pero ella siempre fue muy tradicional: «Aguanta, hija. El matrimonio es así. Hay que sacrificarse por la familia». ¿Pero hasta cuándo? ¿Hasta perderme por completo?

Esa noche tomé una decisión. Al día siguiente, cuando Andrés se fue a buscar trabajo y doña Rosa salió al mercado, busqué mis papeles y los de Emiliano. Llamé a una amiga de la universidad que ahora trabajaba en un hospital público.

—Mariana, hay vacantes para auxiliares de enfermería. No pagan mucho, pero es algo —me dijo Laura al otro lado del teléfono.

Sentí una chispa de esperanza encenderse dentro de mí. Por primera vez en años, sentí que podía recuperar algo de lo que era antes.

Cuando Andrés regresó esa noche le hablé claro:

—Voy a trabajar. Ya hablé con Laura y empiezo el lunes.

Él se quedó callado unos segundos.

—¿Y quién va a cuidar a Emiliano? ¿Quién va a ayudarle a mi mamá?

—No sé —le respondí con voz firme—. Pero yo ya no puedo seguir así. Necesito pensar en mí también.

La pelea fue larga y dolorosa. Doña Rosa gritó, lloró y me llamó desagradecida. Andrés me acusó de egoísta. Pero por primera vez no cedí.

El primer día en el hospital sentí miedo y libertad al mismo tiempo. Me temblaban las manos mientras me ponía el uniforme blanco, pero cuando vi a los pacientes sonreírme agradecidos supe que había tomado la decisión correcta.

Las cosas en casa no mejoraron de inmediato. Doña Rosa dejó de hablarme por semanas y Andrés apenas me dirigía la palabra. Pero Emiliano me abrazaba cada noche y me decía:

—Estoy orgulloso de ti, mamá.

Eso era suficiente para seguir adelante.

Hoy escribo esto desde el pequeño cuarto que rentamos Emiliano y yo cerca del hospital. No ha sido fácil empezar de nuevo sola, pero cada día recupero un pedacito de mí misma.

A veces me pregunto: ¿Cuántas mujeres más viven atrapadas entre las expectativas familiares y sus propios sueños? ¿Hasta cuándo vamos a seguir sacrificándonos por otros antes de escucharnos a nosotras mismas?