Promesas bajo la lluvia: Una historia de cambios y segundas oportunidades
—¡Te lo juro, mamá! Esta vez sí va a ser diferente… —grité, aunque mi voz se ahogaba entre el estruendo de la lluvia y el bullicio de la avenida Insurgentes. El parabrisas del taxi estaba empañado, y mi madre, sentada a mi lado, apretaba su bolsa contra el pecho como si dentro guardara algo más que su monedero: tal vez sus últimos restos de fe en mí.
El reloj marcaba las 8:40 p.m. Faltaban veinte minutos para cerrar la tienda de electrodomésticos donde trabajaba desde hacía tres años. El tráfico era un infierno y yo sentía que cada gota de lluvia golpeando el techo del coche era un recordatorio de todas las veces que había prometido cambiar… y no lo había hecho.
Mi nombre es Mariana López. Tengo 34 años, dos hijos que apenas veo y una madre que ya no sabe si creerme o resignarse. Trabajo en «ElectroMundo», una tienda de tecnología en el centro de la ciudad. No es un supermercado donde la gente entra y sale corriendo; aquí los clientes llegan con calma, piensan, preguntan, dudan. Pero a estas horas, el local suele estar vacío. Y hoy, más que nunca, necesitaba ese silencio para ordenar mis pensamientos.
Cuando por fin llegué, empapada y jadeando, mi jefe, Don Ernesto, me miró con esa mezcla de lástima y fastidio que ya me era familiar.
—Llegas tarde otra vez, Mariana —dijo sin levantar la voz, pero con esa frialdad que duele más que un grito.
—Perdón, jefe… Es que el tráfico y…
—Siempre hay un motivo, ¿verdad? —me interrumpió—. Pero los motivos no pagan la renta ni venden licuadoras.
Me tragué las lágrimas. No podía perder este trabajo. No otra vez. No después de todo lo que había pasado con Julián, el papá de mis hijos, que se fue hace dos años con una mujer más joven y me dejó con las cuentas, las deudas y dos niños que preguntan por él cada noche.
Esa noche, mientras limpiaba los estantes vacíos y apagaba las luces del local, recordé la promesa que le hice a mi madre esa mañana: «Hoy empiezo de nuevo. Hoy sí». Pero ¿cómo empezar cuando todo parece estar en tu contra? ¿Cómo confiar en ti misma cuando ni tu propia familia lo hace?
Al salir del trabajo, caminé bajo la lluvia hasta la parada del Metrobús. Mi celular vibró: era un mensaje de mi hermana menor, Fernanda.
—Mamá está muy mal. No le digas nada, pero creo que ya no aguanta más tus promesas rotas.
Sentí un nudo en la garganta. Fernanda siempre fue la hija ejemplar: estudió, se casó bien, tiene un trabajo estable en una oficina elegante de Polanco. Yo… yo soy la oveja negra. La que se embarazó a los 19, la que nunca terminó la universidad, la que siempre llega tarde.
Esa noche llegué a casa y encontré a mis hijos dormidos en el sillón. Mi madre estaba sentada a su lado, con los ojos rojos y la mirada perdida en el televisor apagado.
—Perdón por llegar tarde —susurré—. Hoy fue un día difícil.
Ella no respondió. Solo se levantó lentamente y fue a su cuarto. Me quedé sola en la sala, escuchando el tic-tac del reloj y el sonido lejano de los autos pasando por la avenida.
Al día siguiente, en la tienda, Don Ernesto me llamó a su oficina.
—Mariana —empezó—, eres buena vendedora cuando quieres. Pero no puedo seguir cubriéndote si sigues llegando tarde o faltando por tus problemas personales.
—Le prometo que voy a cambiar —dije casi sin voz.
Él suspiró.—Eso mismo me dijiste hace seis meses… y hace un año también.
Me dio una última oportunidad: si volvía a fallar, estaba fuera.
Salí de la oficina sintiendo que el mundo se me venía encima. En ese momento entró un cliente: un hombre mayor con aspecto cansado y una niña pequeña tomada de su mano. Quería comprar una licuadora para preparar jugos para su esposa enferma. Lo atendí con toda la paciencia y amabilidad que pude reunir. Cuando se fue, me dio las gracias con una sonrisa sincera que me hizo recordar por qué amaba ese trabajo: porque podía ayudar a otros, aunque fuera en cosas pequeñas.
Esa noche hablé con mi madre.
—Mamá… sé que he fallado mucho. Pero esta vez quiero hacerlo bien. Por ti, por mis hijos… por mí misma.
Ella me miró largo rato antes de responder:
—No basta con querer, Mariana. Hay que hacer.
Sus palabras me dolieron pero también me dieron fuerzas. Empecé a levantarme más temprano, a organizarme mejor. Dejé de salir con amigas los fines de semana para quedarme con mis hijos y ayudarles con la tarea. Poco a poco empecé a recuperar su confianza… y la mía.
Pero no todo fue fácil. Un día recibí una llamada del colegio: mi hijo mayor se había peleado con otro niño porque se burlaron de él por no tener papá. Fui corriendo al colegio y lo encontré llorando en una esquina del patio.
—¿Por qué papá no está con nosotros? —me preguntó entre sollozos.
No supe qué responderle. Solo lo abracé fuerte y le prometí que siempre estaría para él.
Las semanas pasaron y las cosas empezaron a mejorar. En el trabajo me felicitaron por mis ventas; en casa mis hijos reían más seguido; incluso mi madre empezó a sonreír otra vez.
Un viernes por la noche, mientras cenábamos juntos unas quesadillas hechas en casa, mi madre tomó mi mano sobre la mesa.
—Estoy orgullosa de ti —me dijo con lágrimas en los ojos—. No por lo que tienes o lo que lograste… sino por no rendirte.
Lloré como no lo hacía desde niña. Por primera vez en mucho tiempo sentí que tal vez sí podía cambiar mi destino.
Ahora escribo esto desde mi pequeño cuarto mientras escucho a mis hijos dormir en la habitación contigua. Pienso en todas las veces que prometí cambiar y fallé… pero también en esta vez, en la que decidí luchar de verdad.
¿Será suficiente? ¿Cuántas veces puede uno empezar de nuevo antes de perderse para siempre? ¿Ustedes también han sentido ese miedo? Los leo…