Quiero volver: La historia de Mariana entre el deber y el deseo
—¿Otra vez solo café, Mariana? —preguntó Julián, mi esposo, mientras se sentaba a la mesa con su camisa perfectamente planchada y ese aroma a colonia que siempre me recordaba los domingos en casa de mi madre.
No respondí. Solo le sonreí, como hago cada mañana. El reloj marcaba las 6:15 y afuera la ciudad apenas despertaba. El sol se colaba tímido por la ventana de nuestra cocina en San Luis Potosí, pintando de oro las migas de pan sobre el mantel. Yo, en cambio, sentía que seguía viviendo en penumbra.
Mientras Julián devoraba sus huevos y sorbía el café, mi mente viajaba lejos. Pensaba en mi pueblo en Veracruz, en el olor a tierra mojada después de la lluvia, en las risas de mis hermanas y el bullicio del mercado. Aquí, en esta casa grande y silenciosa, todo era distinto. La rutina me había convertido en una sombra de lo que fui.
—¿Vas a salir hoy? —insistió Julián, sin levantar la vista del periódico.
—No, tengo que limpiar y luego ir al súper —respondí, aunque sabía que ni siquiera me escuchaba.
Cuando Julián salió rumbo al banco donde trabajaba, el silencio se apoderó de la casa. Me senté frente a la ventana con mi segunda taza de café y dejé que las lágrimas rodaran sin hacer ruido. Nadie me veía. Nadie preguntaba por qué lloraba.
Mi vida aquí era cómoda, sí. No faltaba nada material. Pero cada día sentía que perdía un pedazo más de mí misma. Antes de casarme, soñaba con ser maestra, con ayudar a los niños de mi pueblo a leer y escribir. Pero Julián quería una esposa dedicada al hogar, como su madre. Y yo, enamorada y asustada por la pobreza de mi familia, acepté su propuesta sin pensarlo mucho.
Al principio todo era nuevo y emocionante: la ciudad, la casa propia, los muebles relucientes. Pero pronto la soledad se hizo costumbre. Las amigas que hice en el club de esposas hablaban solo de marcas de ropa y viajes a Cancún. Yo extrañaba las tardes de lotería con mis tías y los domingos de misa en la iglesia del pueblo.
Un día, mientras barría el patio, escuché a la vecina discutir con su marido. Gritaban tanto que hasta los perros dejaron de ladrar. Me asomé discretamente y vi a Lucía llorando en la banqueta. Me acerqué con cautela.
—¿Estás bien? —le pregunté.
Ella me miró con los ojos hinchados.
—No sé qué hago aquí, Mariana. Siento que me estoy ahogando —me confesó entre sollozos.
En ese momento sentí que no estaba sola. Nos sentamos juntas en el borde de la banqueta y compartimos silencios y dolores. Lucía era doctora en su pueblo natal, pero aquí solo era «la esposa del ingeniero». Su título colgaba olvidado en una pared.
Esa tarde hablamos hasta que el sol se escondió detrás de los cerros. Me di cuenta de que muchas mujeres vivíamos lo mismo: habíamos dejado nuestros sueños por amor o por miedo, y ahora nos costaba reconocernos frente al espejo.
Esa noche esperé a Julián con una decisión tomada.
—Quiero trabajar —le dije mientras cenábamos.
Él dejó caer el tenedor y me miró como si hubiera dicho una locura.
—¿Trabajar? ¿Para qué? Aquí no te falta nada —respondió con voz dura.
—Me falta sentirme viva —dije casi en un susurro.
La discusión fue larga y amarga. Julián no entendía mi necesidad de hacer algo más allá del hogar. Me acusó de ser malagradecida, de no valorar lo que tenía. Yo solo quería recuperar una parte de mí que había dejado atrás.
Pasaron días sin hablarnos más allá de lo necesario. El ambiente en casa era tenso; hasta las paredes parecían resentidas. Pero yo ya no podía volver atrás. Empecé a buscar trabajo como voluntaria en una biblioteca comunitaria del barrio. Al principio Julián se negó rotundamente, pero después de ver que no cedería, aceptó a regañadientes.
En la biblioteca conocí a niños con historias parecidas a la mía: hijos de migrantes, pequeños que cuidaban a sus hermanos mientras sus padres trabajaban jornadas dobles. Sus ojos brillaban cuando les leía cuentos o les enseñaba a escribir sus nombres. Sentí que volvía a respirar después de años bajo el agua.
Un día recibí una llamada inesperada desde Veracruz. Mi madre estaba enferma y necesitaba ayuda. Le pedí a Julián que me dejara ir unos días al pueblo.
—¿Y quién va a cuidar la casa? —preguntó molesto.
—La casa puede esperar. Mi madre no —le respondí con firmeza.
El viaje fue un torbellino de emociones: alegría por volver a ver a mi familia, tristeza por ver a mi madre tan frágil, culpa por haber estado ausente tanto tiempo. Pero también sentí esperanza; allí recordé quién era antes del matrimonio, antes del silencio y la rutina.
Mi hermana menor me abrazó fuerte una noche bajo las estrellas.
—Te extrañamos mucho, Mariana. Aquí siempre tienes un lugar —me dijo con lágrimas en los ojos.
Al regresar a San Luis Potosí, algo había cambiado dentro de mí. Ya no tenía miedo de decir lo que pensaba ni de luchar por mis sueños. Empecé a estudiar en línea para terminar mi carrera de pedagogía y seguí trabajando en la biblioteca.
Julián nunca aceptó del todo mi transformación. A veces discutíamos; otras veces simplemente ignoraba mis logros. Pero yo ya no podía volver atrás.
Hoy desperté antes del amanecer como siempre, pero esta vez sentí paz. Preparé el desayuno para Julián y para mí: huevos revueltos para ambos, pan tostado y café fuerte. Me senté frente a él y le sonreí con sinceridad.
—Hoy tengo una entrevista para dar clases en una primaria —le dije con voz firme.
Él solo asintió sin decir palabra.
Mientras salía de casa rumbo a mi nueva vida, pensé en todas las mujeres que han dejado sus sueños por amor o por miedo. ¿Cuántas Marianas hay allá afuera esperando volver a ser ellas mismas? ¿Cuántas veces más vamos a callar lo que sentimos por temor al qué dirán?
¿Y tú? ¿Alguna vez has sentido que te pierdes entre las rutinas? ¿Qué harías para volver a encontrarte?