Rosas rotas: El drama de amor de Mariana y Sebastián
—¿Por qué lloras así, Mariana? —La voz de mi madre, Teresa, retumba en la cocina, rompiendo el silencio de la madrugada. Sus pasos apresurados resuenan en el piso de cemento, y yo apenas puedo levantar la cabeza. Mis manos tiemblan, mis ojos arden. No puedo hablar. Solo lloro. Lloro como si el llanto pudiera arrancar de mi pecho el dolor que me ahoga.
—¡Dímelo ya! —insiste mi madre, su voz mezcla de miedo y enojo—. ¿Te hizo algo ese muchacho?
No respondo. ¿Cómo explicarle que Sebastián no solo me hizo algo? Que me lo hizo todo. Que me dio esperanza y luego me la quitó. Que en este barrio donde los sueños se marchitan como flores bajo el sol, él fue mi única rosa.
Recuerdo la primera vez que lo vi, hace dos años, en la esquina de la tiendita de Don Chucho. Sebastián tenía esa sonrisa traviesa y los ojos llenos de vida. Yo iba por tortillas, él por cigarros. Nos miramos y fue como si el mundo se detuviera un instante. Desde entonces, cada tarde nos encontrábamos a escondidas en la azotea del edificio viejo, entre tendederos y antenas oxidadas.
—¿Y si nos vamos lejos? —me susurraba Sebastián mientras jugaba con mi cabello—. A Veracruz, a donde nadie nos conozca.
Yo reía, soñando despierta. Pero aquí los sueños pesan más que la realidad. Mi madre nunca aceptó a Sebastián. Decía que era un bueno para nada, que su familia estaba marcada por la desgracia: su padre preso, su hermano desaparecido en el norte.
—No quiero que termines como tu tía Lucía —me advertía mamá—. Enamorada de un hombre que solo le trajo desgracias.
Pero yo no escuchaba. O no quería escuchar. Sebastián era mi refugio en medio del caos: los gritos de mis padres peleando por dinero, las noches sin luz porque no alcanzaba para pagar la factura, el miedo a salir tarde por las balaceras.
Hasta que todo se vino abajo anoche.
—Mariana, tienes que decirme qué pasó —insiste mamá, acercándose con cautela.
Respiro hondo y trato de hablar, pero las palabras se me atoran en la garganta.
—Sebastián… —susurro al fin—. Lo arrestaron anoche.
Mi madre se lleva las manos a la boca.
—¡Dios mío! ¿Por qué?
—Dicen que estaba con los del barrio de al lado… Que lo agarraron con droga…
No sé si es verdad. No quiero creerlo. Sebastián siempre me juró que él no era como los demás, que nunca se metería en problemas. Pero en este barrio nadie escapa del destino.
Mamá se sienta a mi lado y me abraza fuerte. Por primera vez en años siento su calor sin reproches.
—Hija… —me dice con voz quebrada—. A veces el amor no basta para salvarnos.
Me aferro a ella como cuando era niña y tenía miedo a la oscuridad.
Las horas pasan lentas. Afuera amanece y los ruidos del barrio despiertan: el vendedor de tamales grita su pregón, los perros ladran, una patrulla pasa despacio por la calle principal.
Mi padre llega del turno nocturno en la fábrica. Mira la escena y frunce el ceño.
—¿Otra vez llorando por ese muchacho? —espeta sin compasión—. Ya te dije que te alejaras de él.
Mamá le lanza una mirada fulminante.
—No es momento para eso, Ernesto.
Pero él no entiende. Nunca entendió lo que Sebastián significaba para mí.
Me encierro en mi cuarto y miro el techo descascarado. Recuerdo las promesas de Sebastián:
—Voy a salir adelante, Mariana. Por ti y por mí. No quiero ser como mi padre.
¿Y ahora? ¿Dónde quedaron esos sueños?
Esa tarde voy al penal con la esperanza de verlo. La fila es larga; mujeres con niños en brazos, ancianas con bolsas llenas de comida fría. Todas esperando ver a alguien al otro lado del vidrio.
Cuando por fin lo veo, mi corazón late tan fuerte que creo que va a salirse del pecho.
—Mariana… —dice Sebastián al verme—. Perdóname… Yo no hice nada, te lo juro.
Sus ojos están rojos, su voz quebrada. Quiero creerle, pero el miedo me paraliza.
—¿Por qué estabas ahí? —pregunto entre lágrimas.
—Fui a buscar a mi hermano… Me metí donde no debía…
Nos miramos largo rato sin decir nada más. El guardia nos interrumpe:
—Se acabó el tiempo.
Salgo del penal sintiéndome más sola que nunca.
En casa, mamá me espera con una taza de café caliente y una mirada triste.
—¿Qué vas a hacer ahora? —pregunta en voz baja.
No sé qué responderle. Quiero luchar por Sebastián, pero también tengo miedo. Miedo a perderlo para siempre, miedo a convertirme en otra historia triste del barrio.
Esa noche escucho a mis padres discutir en la sala:
—¡No quiero que esa niña termine arruinando su vida! —grita papá.
—¡Déjala decidir! —responde mamá—. ¿Acaso tú nunca te equivocaste?
Me tapo los oídos y lloro en silencio. Siento que el mundo se me viene encima.
Los días pasan y Sebastián sigue preso. Sus amigos desaparecen uno a uno; nadie quiere meterse en problemas con la policía o los narcos del barrio vecino. Yo sigo visitándolo cada semana, aferrándome a una esperanza cada vez más débil.
Un día recibo una carta suya:
«Mariana,
No sé cuánto tiempo estaré aquí. Solo quiero que seas feliz, aunque no sea conmigo. No quiero arrastrarte conmigo al abismo. Te amo siempre.
Sebastián»
Lloro hasta quedarme dormida abrazando esa carta como si fuera lo único que me queda de él.
Mi madre entra al cuarto y me acaricia el cabello.
—Hija… La vida es dura aquí para todos nosotros. Pero tú eres fuerte. No dejes que este dolor te quite las ganas de vivir.
La miro y veo sus ojos cansados pero llenos de amor. Por primera vez entiendo su miedo: no quiere verme repetir su historia, ni la de tantas mujeres del barrio que aman hasta perderse a sí mismas.
Pasan los meses y Sebastián es sentenciado a cinco años por complicidad. Yo termino la prepa trabajando medio tiempo en una fonda para ayudar en casa. A veces pienso en irme lejos, empezar de nuevo donde nadie conozca mi historia ni mis cicatrices.
Pero aquí sigo, luchando cada día contra el dolor y la resignación. Aprendí que el amor puede ser tan frágil como una rosa bajo el sol ardiente del barrio; hermoso pero condenado a marchitarse si no encuentra tierra fértil donde crecer.
Hoy miro al cielo desde la azotea donde solíamos soñar juntos y me pregunto:
¿Vale la pena amar aunque duela? ¿O es mejor cerrar el corazón para no sufrir más?
¿Qué harían ustedes si estuvieran en mi lugar?