Secretos en la Noche: Una Historia de Amor y Culpa en la Ciudad de México
—¿Puedes ir más rápido, Samuel? —le susurré, con la voz temblorosa, mientras miraba por la ventana empañada del auto. Las luces de la Ciudad de México parpadeaban como si quisieran delatarme.
—Es peligroso, Mariana. La ciudad parece vacía, pero no lo está —me respondió, apretando el volante con fuerza. Su mandíbula tensa me decía que él también sentía el peso de lo que estábamos haciendo.
Por fuera, cualquiera pensaría que éramos una pareja casada regresando a casa después de una fiesta. Pero la verdad era mucho más oscura: yo tenía un esposo, Andrés, y dos hijos dormidos en nuestro departamento de la colonia Narvarte. Samuel era mi amante desde hacía casi un año.
El silencio entre nosotros era espeso. Yo solo escuchaba el golpeteo de mi corazón y el zumbido lejano de las sirenas. Me pregunté, una vez más, cómo había llegado hasta aquí. ¿En qué momento empecé a mentirle a Andrés? ¿Cuándo dejé de reconocerme en el espejo?
—¿Cuánto tiempo más vamos a seguir así? —Samuel rompió el silencio, su voz cargada de reproche y cansancio—. Mariana, no puedo seguir siendo tu sombra.
Sentí un nudo en la garganta. Había prometido tantas veces que le diría la verdad a Andrés… pero siempre encontraba una excusa para posponerlo. Mis hijos, la estabilidad, el miedo al qué dirán. En México, una mujer que abandona a su familia por amor es juzgada sin piedad.
—No lo sé… —musité—. No quiero lastimar a mis hijos.
Samuel frenó en seco frente a un semáforo en Insurgentes. Me miró con esos ojos oscuros que tanto me atraían y tanto me asustaban.
—¿Y a ti? ¿No te importa seguir lastimándote a ti misma?
No supe qué responderle. Bajé la mirada y jugué nerviosamente con mi anillo de bodas. Recordé la primera vez que vi a Samuel en la oficina: su risa contagiosa, su forma de escucharme como si nada más importara. Con Andrés todo era rutina: los niños, las cuentas, las peleas por tonterías. Pero Samuel me hacía sentir viva… y culpable.
El semáforo cambió y seguimos avanzando en silencio. Afuera, la ciudad seguía su curso: vendedores ambulantes recogiendo sus puestos, taxistas peleando por pasaje, parejas abrazadas en las esquinas. Me pregunté cuántas de esas personas también guardaban secretos.
Llegamos al edificio donde vivía Samuel. Apagó el motor y se quedó mirando al frente.
—Mariana… yo te amo. Pero no puedo seguir siendo el otro. Tienes que decidir.
Sentí que el mundo se me venía encima. Quise abrazarlo, decirle que todo iba a estar bien, pero ni yo misma lo creía. Bajé del auto sin decir palabra y caminé por las calles oscuras hasta tomar un taxi de regreso a casa.
El trayecto fue eterno. Pensé en mis hijos: Sofía, con sus trenzas despeinadas y su risa fácil; Emiliano, siempre preguntando por qué papá y mamá ya no se abrazan como antes. Pensé en Andrés, en cómo había cambiado desde que perdió el trabajo; en sus silencios largos y su mirada triste.
Entré al departamento con sigilo. Andrés dormía en el sofá, rodeado de latas de cerveza vacías y papeles del seguro social. Me acerqué despacio y le quité los zapatos para que estuviera más cómodo. Por un instante sentí ternura… luego culpa.
Me metí a la cama junto a mis hijos y lloré en silencio hasta quedarme dormida.
Al día siguiente, todo siguió igual. Despertar temprano, preparar el desayuno, llevar a los niños a la escuela. Andrés apenas me dirigió la palabra. Yo fingí normalidad, pero por dentro sentía que me ahogaba.
En la oficina, Samuel me evitó toda la mañana. Cuando por fin nos cruzamos en la cafetería, me miró con tristeza.
—¿Ya pensaste lo que vas a hacer?
Asentí sin convicción.
Esa noche, después de cenar, Andrés me miró fijamente mientras lavaba los platos.
—¿Pasa algo? —preguntó—. Estás distante desde hace meses.
Sentí que era mi oportunidad para confesarlo todo… pero no pude. Solo negué con la cabeza y seguí lavando los platos hasta que las manos se me arrugaron.
Los días pasaron entre silencios incómodos y miradas furtivas al celular. Samuel empezó a distanciarse; ya no me mandaba mensajes dulces ni me esperaba afuera del trabajo. Sentí que lo perdía y el miedo me paralizó.
Una tarde lluviosa, Sofía llegó llorando del colegio porque una compañera le dijo que sus papás se iban a divorciar. Me abrazó fuerte y yo sentí que el corazón se me partía en dos.
Esa noche, mientras veía dormir a mis hijos, tomé una decisión: tenía que enfrentar las consecuencias de mis actos.
Al día siguiente esperé a que Andrés llegara del trabajo. Los niños estaban viendo caricaturas en su cuarto. Me senté frente a él en la mesa del comedor.
—Andrés… tenemos que hablar.
Él me miró con resignación.
—¿Es por otro hombre?
Me quedé helada. No esperaba que lo supiera… o tal vez sí.
—Sí —admití con voz baja—. Lo siento mucho.
Andrés se levantó despacio y se fue al balcón sin decir nada más. Yo me quedé sola en la mesa, sintiendo cómo todo lo que había construido se desmoronaba.
Esa noche dormí poco. Al amanecer, Andrés me dijo que necesitaba tiempo para pensar y que se iría unos días con su hermano en Iztapalapa.
Los niños preguntaron por él durante días; yo inventé excusas torpes mientras trataba de mantenerme fuerte para ellos.
Samuel volvió a buscarme cuando supo lo que había pasado. Me abrazó fuerte y lloramos juntos por todo lo perdido y lo ganado.
Hoy han pasado seis meses desde esa noche en el auto. Andrés y yo estamos separados; los niños van los fines de semana con él y poco a poco hemos aprendido a convivir sin rencores. Samuel sigue conmigo, pero nada es tan sencillo como imaginábamos.
A veces me pregunto si tomé la decisión correcta o si solo fui egoísta al buscar mi felicidad por encima de todo lo demás.
¿Ustedes qué harían? ¿Vale la pena arriesgarlo todo por amor o hay cosas que nunca deberían romperse?