Seis años de sacrificio: la abuela, mi suegra y el precio de la familia

—¿Otra vez llegas tarde, Juan Pablo? —le pregunté, con la voz temblorosa, mientras sostenía la mano arrugada de la abuela Rosa, que apenas respiraba en su sillón de mimbre.

Mi esposo bajó la mirada, esquivando mis ojos cansados. El reloj marcaba las once de la noche y yo llevaba todo el día entre pañales, medicinas y el llanto silencioso de nuestra hija Camila, que ya se había dormido en el sofá. La abuela Rosa tosió, y sentí ese nudo en el estómago que me acompañaba desde hacía seis años, desde que mi suegra, doña Teresa, decidió irse a trabajar a España «por el bien de todos».

Recuerdo perfectamente aquella tarde lluviosa en Medellín cuando Teresa nos reunió en la cocina. «Miren, hijos, la situación está dura. Allá en Madrid pagan bien por cuidar niños y limpiar casas. Yo mando plata cada mes y ustedes solo tienen que cuidar a la abuela. Es temporal, se los juro». Juan Pablo asintió sin dudarlo. Yo, embarazada de Camila, no supe decir que no. ¿Cómo negarme si la familia es lo más importante?

Al principio pensé que sería cuestión de meses. Pero los meses se convirtieron en años. Teresa mandaba dinero, sí, pero nunca suficiente para cubrir los gastos médicos de la abuela ni para pagarle a alguien que me ayudara. Yo renuncié a mi trabajo como profesora para dedicarme a cuidar a Rosa y a Camila. Mis amigas dejaron de invitarme a salir; mi madre me decía que estaba envejeciendo antes de tiempo.

—¿Por qué no le dices algo a tu mamá? —le reclamé una noche a Juan Pablo.
—Es que ella está haciendo un sacrificio por nosotros —me respondió él, como si yo no estuviera sacrificando nada.

La abuela Rosa era buena conmigo, pero su demencia avanzaba rápido. A veces me confundía con Teresa y me insultaba; otras veces lloraba porque creía que su esposo seguía vivo y no entendía por qué no venía a buscarla. Yo aguantaba todo: los gritos, los golpes involuntarios, las noches sin dormir.

Un día, mientras cambiaba las sábanas manchadas de sangre por una úlcera que no sanaba, sentí que algo dentro de mí se rompía. Llamé a Teresa por WhatsApp.

—Doña Teresa, ¿cuándo piensa volver? Esto ya no es vida para nadie.
—Ay, hija, tú eres tan buena… Pero aquí todavía no termino de juntar lo suficiente para comprar la casita que quiero allá. Aguántame un poquito más.

Colgué y lloré en silencio. Juan Pablo llegó esa noche con flores baratas y una sonrisa culpable.

—¿Por qué siempre soy yo la que tiene que aguantar? —le grité—. ¡Esta no es mi abuela!

Él solo se encogió de hombros y se fue a dormir al sofá.

Los años pasaron y Camila creció viendo a su mamá convertida en enfermera y sirvienta. Mis sueños de volver a dar clases se desvanecieron. La abuela Rosa murió una madrugada fría, mientras yo le sostenía la mano y le susurraba canciones viejas para calmarla. Teresa regresó al funeral con ropa nueva y un aire de superioridad.

—Gracias por todo lo que hiciste por mi mamá —me dijo, dándome un abrazo frío—. Ahora sí vamos a estar todos juntos otra vez.

Pero yo ya no era la misma. Sentía un resentimiento profundo hacia Teresa y hacia Juan Pablo. La casa estaba llena de silencios incómodos y miradas esquivas. Una tarde escuché a Teresa hablando con una vecina:

—Esa muchacha sí que me salió útil. Si no fuera por ella, yo no hubiera podido ahorrar ni comprar mi casita aquí.

Me sentí utilizada, traicionada. No era solo el cansancio físico; era el peso de haber sido invisible durante seis años.

Empecé a salir sola al parque con Camila. Hablé con una psicóloga del centro comunitario. Le conté todo: el abandono emocional de Juan Pablo, la manipulación de Teresa, el aislamiento social.

—¿Qué quieres para ti? —me preguntó la psicóloga.
No supe qué responderle.

Una noche enfrenté a Juan Pablo:
—¿Alguna vez pensaste en lo que yo necesitaba? ¿En mis sueños? ¿O solo importaba lo que tu mamá quería?

Él bajó la cabeza.
—Perdóname… No supe cómo manejarlo. Pensé que era lo mejor para todos.

—¿Y para mí? —pregunté entre lágrimas.

Esa noche dormí con Camila abrazada a mi pecho. Sentí miedo y alivio al mismo tiempo: miedo de perder lo poco que quedaba de nuestra familia; alivio porque por fin había dicho lo que llevaba años callando.

Ahora estoy aquí, escribiendo esto mientras Camila juega en el patio y Teresa mira telenovelas en la sala como si nada hubiera pasado. Pienso en divorciarme; pienso en empezar de nuevo; pienso en todas las mujeres que han sacrificado sus vidas por una familia que nunca les agradece nada.

¿Vale la pena seguir aguantando por una familia que solo te ve como sirvienta? ¿Cuántas mujeres más están viviendo lo mismo en silencio? Quiero leer sus historias…