Siempre creí que tenía una amiga: hasta que descubrí que solo era su solución conveniente
—¿Sabés qué, Lucía? Nunca fuiste mi prioridad. Solo eras… fácil —escuché su voz, fría, cortante, mientras el eco de sus palabras me atravesaba como un cuchillo. Estábamos en la cocina de su departamento en Caballito, rodeadas de tazas vacías y migas de medialunas. El mate se había enfriado hacía rato, pero yo seguía aferrada a la bombilla como si fuera un salvavidas.
No sé cuánto tiempo pasé mirando el piso, tratando de entender cómo habíamos llegado hasta ahí. Moni y yo éramos inseparables desde el primer año del secundario en el Normal 7. Compartimos todo: los recreos, los secretos, las lágrimas por chicos que no valían la pena y los sueños de irnos juntas a recorrer Latinoamérica. Siempre pensé que la amistad era ese lugar donde podía ser yo misma, sin máscaras ni vergüenza. Pero esa noche, todo se desmoronó.
—¿Por qué decís eso? —pregunté, con la voz temblorosa.
Ella se encogió de hombros, como si no le importara. —Porque es la verdad. Siempre estuviste ahí cuando te necesitaba, pero nunca me pregunté si realmente quería estar con vos o si solo era cómodo tenerte cerca.
Sentí que el aire se volvía denso. Recordé todas las veces que la esperé bajo la lluvia en Plaza Irlanda porque llegaba tarde, las noches en que dormí en su casa para consolarla después de una pelea con su mamá, los cumpleaños en los que le preparé tortas improvisadas porque no tenía plata para regalos caros. ¿Todo eso no significaba nada?
Mi familia nunca entendió nuestra amistad. Mi mamá decía que Moni era demasiado intensa, que siempre traía problemas. Pero yo la defendía a muerte. «Ella es mi hermana elegida», repetía cada vez que alguien cuestionaba nuestra relación. Ahora me doy cuenta de que quizás solo era yo quien luchaba por nosotras.
Esa noche volví caminando a casa, con el corazón hecho trizas y la cabeza llena de preguntas. El barrio estaba silencioso, apenas iluminado por los faroles anaranjados y el murmullo lejano de un colectivo 92. Sentí una soledad tan profunda que me dolía el pecho.
Al día siguiente, mi hermano menor me encontró llorando en la cocina.
—¿Qué te pasa, Lu? —me preguntó mientras preparaba café instantáneo.
—Nada… cosas de amigas —mentí.
Pero él insistió:
—¿Otra vez Moni? Siempre terminás mal cuando estás con ella.
Me quedé callada. ¿Era tan obvio para todos menos para mí?
Durante semanas intenté entender qué había fallado. Repasé cada conversación, cada gesto, buscando señales de que nuestra amistad era una mentira. Me di cuenta de que muchas veces Moni solo me llamaba cuando necesitaba algo: ayuda con la facultad, consuelo después de una pelea con su novio, alguien que la acompañara al médico porque le daba miedo ir sola. Yo siempre estaba ahí, dejando todo por ella. Pero cuando yo necesitaba apoyo, sus excusas eran infinitas: «No puedo, tengo mucho laburo», «Estoy cansada», «Después te llamo».
Un día decidí hablar con mi abuela, la única persona en mi familia que siempre me escuchó sin juzgarme.
—Abu, ¿vos creés que la amistad puede ser unilateral? —le pregunté mientras tomábamos mate en su patio lleno de plantas.
Ella me miró con sus ojos llenos de sabiduría y me acarició la mano.
—Mirá, Lucía… A veces queremos tanto a alguien que no vemos lo que realmente pasa. La amistad es como el tango: se baila de a dos. Si una sola persona lleva el ritmo, tarde o temprano se cansa.
Sus palabras me hicieron llorar otra vez, pero también me dieron fuerza para soltar.
Empecé a poner límites. Cuando Moni me llamó para pedirme plata prestada porque «no llegaba a fin de mes», le dije que no podía ayudarla esa vez. Su respuesta fue un silencio incómodo y después un mensaje frío: «Ok, no importa». Sentí culpa al principio, pero también alivio.
Poco a poco fui recuperando mi espacio. Me acerqué más a mis compañeros del trabajo en el hospital Pirovano, salí a tomar birra con Sofi y Nico después del turno nocturno, volví a leer novelas en el colectivo sin estar pendiente del celular esperando mensajes de Moni.
Una tarde cualquiera, mientras caminaba por Avenida Rivadavia rumbo a casa, me crucé con ella. Nos miramos como dos desconocidas. Me sonrió apenas y siguió su camino. Sentí una punzada en el pecho, pero también una extraña paz.
Esa noche escribí en mi diario:
«Quizás nunca fui su amiga de verdad. Quizás solo fui una solución conveniente para sus problemas. Pero hoy entiendo que merezco algo más: una amistad recíproca, sincera, donde ambas podamos ser refugio y no solo muletas temporales».
Ahora miro hacia atrás y me doy cuenta de cuánto aprendí de esta historia. Aprendí a ponerme primero sin sentirme egoísta, a valorar mi tiempo y mi energía. Aprendí que la soledad duele menos que una compañía vacía.
A veces me pregunto: ¿cuántas personas siguen atrapadas en amistades unilaterales por miedo a quedarse solas? ¿Cuántos seguimos confundiendo costumbre con cariño verdadero? ¿Y vos? ¿Alguna vez sentiste que eras solo una opción cómoda para alguien?