Siempre estarás conmigo…

—¡María, ya llegué! —gritó Julián desde la puerta, mientras yo intentaba que la carne no se quemara y el arroz no se pegara al fondo de la olla. El humo se colaba por la ventana abierta, mezclándose con el olor a tierra mojada que traía la lluvia de junio. Sentí un nudo en el estómago. No era miedo a Julián, mi hermano mayor, sino a lo que su llegada significaba: otra noche de silencios incómodos y miradas que evitaban el tema que nos carcomía por dentro.

—Ya casi está la cena —le respondí, tratando de sonar animada. Pero mi voz tembló, traicionándome.

Julián dejó caer su mochila en el suelo y se asomó a la cocina. Tenía los ojos rojos, como si hubiera llorado o no hubiera dormido en días. Se acercó al refrigerador, sacó una cerveza y se sentó en la mesa sin decir palabra. Yo seguí cocinando, fingiendo que todo estaba bien, aunque por dentro sentía que me ahogaba.

Mi papá tosió desde su cuarto. Era una tos seca, persistente, que me recordaba cada minuto que el cáncer lo estaba consumiendo. Desde que mamá nos dejó hace tres años, yo me convertí en la madre de la casa. Tenía solo diecisiete años cuando ella se fue con otro hombre a Monterrey, dejando una nota y una promesa vacía: «Siempre estarás conmigo…». Mentira. Nunca volvió.

—¿Fuiste a ver al doctor con papá? —preguntó Julián de repente.

—Sí —respondí, bajando la voz—. Dice que hay que prepararnos para lo peor.

El silencio cayó como un balde de agua fría. Julián apretó la lata de cerveza hasta que crujió.

—¿Y qué vamos a hacer, María? No tenemos dinero ni para las medicinas. Yo ya no puedo faltar más al trabajo.

Me mordí los labios para no llorar. Había vendido mi celular y hasta mis libros de la prepa para comprarle los medicamentos a papá. Había dejado de ir a clases porque no podía dejarlo solo. Mis amigas dejaron de buscarme; decían que ya no era la misma. Y tenían razón: ya no era una adolescente, era una cuidadora, una sombra de lo que fui.

—No sé —susurré—. Pero no podemos dejarlo solo.

Julián se levantó bruscamente y salió al patio. Lo vi encender un cigarro bajo la lluvia. Siempre hacía eso cuando no podía con la realidad. Yo apagué la estufa y serví la cena en silencio.

Esa noche, mientras le daba de cenar a papá en su cama, él me tomó la mano con sus dedos huesudos.

—No te sacrifiques tanto, hija —me dijo con voz ronca—. Tienes derecho a vivir tu vida.

Sentí las lágrimas correr por mis mejillas.

—¿Y si te pasa algo? ¿Quién va a cuidarte?

Él sonrió débilmente.

—Tú eres fuerte, María. Más fuerte que todos nosotros juntos.

Me quedé a su lado hasta que se quedó dormido. Afuera, Julián seguía bajo la lluvia, como si esperara que el agua se llevara toda nuestra desgracia.

Los días siguientes fueron una rutina de hospitales, recetas imposibles de pagar y discusiones con Julián sobre vender el carro o pedirle dinero a mi tía Rosa en Veracruz. Pero Rosa tenía seis hijos y apenas le alcanzaba para comer. Nadie quería hacerse cargo de nosotros.

Una tarde, mientras lavaba los platos, escuché a Julián hablar por teléfono en voz baja:

—No puedo más… Sí, pero es mi papá… No sé qué hacer…

Sentí rabia y tristeza al mismo tiempo. ¿Por qué todo tenía que recaer sobre nosotros? ¿Por qué mamá nos abandonó justo cuando más la necesitábamos?

Esa noche discutimos fuerte. Julián quería internar a papá en un hospital público y buscar trabajo en otra ciudad. Yo me negué rotundamente.

—¡No lo voy a dejar morir solo! —grité—. ¡Tú haz lo que quieras, pero yo me quedo!

Julián me miró con odio y dolor al mismo tiempo.

—¿Y tu vida qué? ¿Vas a quedarte aquí hasta que te mueras tú también?

No supe qué responderle. Solo lloré en silencio mientras él salía dando un portazo.

Pasaron semanas así: peleas, silencios, noches sin dormir. Papá empeoraba cada día. Una madrugada, mientras le cambiaba las sábanas empapadas de sudor frío, sentí que ya no podía más. Me arrodillé junto a su cama y recé como nunca antes lo había hecho:

—Diosito, si me escuchas… No me quites a mi papá todavía. No estoy lista para quedarme sola…

Pero Dios no respondió esa noche ni las siguientes.

El día que papá murió fue el más largo de mi vida. Julián y yo estábamos junto a su cama cuando dejó de respirar. No hubo palabras bonitas ni despedidas heroicas; solo un suspiro y un silencio abismal. Lloramos abrazados como niños huérfanos porque eso éramos: dos huérfanos en una casa vacía.

Después del funeral, Julián se fue a buscar trabajo al norte. Yo me quedé sola en la casa, rodeada de recuerdos y promesas rotas. A veces soñaba con mamá regresando por la puerta, pero siempre despertaba sola.

Un día encontré una carta vieja entre las cosas de papá. Era de mamá. Decía: «Siempre estarás conmigo… aunque no pueda estar ahí físicamente». La rompí entre mis manos, sintiendo rabia y alivio al mismo tiempo.

Hoy tengo veintidós años y sigo viviendo en esa casa pequeña en las afueras de Guadalajara. Trabajo limpiando casas y cuido a los hijos de otras mujeres que también luchan por sobrevivir. A veces pienso en lo diferente que habría sido mi vida si mamá no se hubiera ido o si papá no se hubiera enfermado tan joven.

Pero también pienso en todo lo que aprendí: el valor del sacrificio, la fuerza del amor incondicional y la capacidad de seguir adelante aunque todo parezca perdido.

A veces me pregunto: ¿cuántas Marías hay allá afuera cargando con el peso del abandono y la enfermedad? ¿Cuántos hijos e hijas han tenido que crecer demasiado rápido porque sus padres no pudieron quedarse? ¿Vale la pena sacrificarlo todo por amor?