Siempre estarás en mi corazón: Una noche en San Miguel
—¡Marisol, ya llegué!— escuché la voz de Ernesto desde el zaguán, justo cuando el aceite chisporroteaba bajo los trozos de carne que intentaba dorar a toda prisa. El aroma se mezclaba con el miedo: otra vez no había terminado la cena a tiempo. Afuera, el motor de su viejo Chevy aún vibraba, y sentí ese nudo en el estómago que me acompaña desde hace meses.
Corrí a revisar el pastel de manzana en el horno —la receta de mi abuela, la que siempre me salva cuando todo lo demás falla— y saqué las verduras del refrigerador. El agua fría sobre mis manos me devolvió por un instante a la realidad: San Miguel, mi casa, mi familia… y ese secreto que me carcome desde hace años.
Ernesto entró con paso pesado, dejando caer las llaves sobre la mesa. —¿Otra vez tarde, Marisol?— preguntó, sin mirarme, mientras se quitaba la chaqueta empapada por la llovizna. Su voz no era dura, pero sí cansada. Yo sabía que detrás de ese tono había algo más: la decepción, el hastío… o tal vez solo el peso de los días iguales.
—Ya casi está todo listo, amor —respondí, forzando una sonrisa mientras secaba mis manos en el delantal. Mi hija Camila asomó la cabeza desde su cuarto, con los audífonos colgando del cuello y la mirada perdida en la pantalla del celular.
—¿Vamos a cenar juntos hoy? —preguntó, casi como si no esperara respuesta.
—Claro que sí, mi niña —le dije, aunque sabía que Ernesto y yo apenas cruzaríamos palabras. Desde hace meses, nuestras conversaciones son solo sobre cuentas, tareas o lo que falta en la despensa. El amor se nos fue quedando entre los silencios y las rutinas.
Mientras servía la comida, sentí una punzada en el pecho. Recordé la carta escondida en mi cajón, esa que nunca tuve valor de entregar. La escribí hace dos años, cuando descubrí lo de Ernesto y Lucía —la vecina del fondo, la que siempre trae pan dulce los domingos—. Nunca le reclamé nada. ¿Para qué? Aquí en San Miguel todos saben todo, pero nadie dice nada.
La cena transcurrió entre ruidos de cubiertos y frases cortas:
—¿Cómo te fue en el trabajo? —pregunté.
—Igual que siempre —respondió Ernesto, sin levantar la vista del plato.
Camila suspiró y se levantó antes de terminar su comida. —Tengo tarea —dijo, y desapareció tras la puerta de su cuarto.
Me quedé sola con Ernesto. El silencio era tan denso que podía cortarse con cuchillo. Pensé en hablarle de la carta, de Lucía, de cómo me sentía invisible en mi propia casa. Pero no pude. Solo atiné a preguntarle si quería más pastel.
—No tengo hambre —dijo él, y se fue al patio a fumar.
Me quedé recogiendo los platos con las manos temblorosas. Sentí rabia, tristeza… y culpa. ¿En qué momento dejamos de ser nosotros? ¿Cuándo fue que preferimos callar antes que pelear?
Esa noche no pude dormir. Escuché a Ernesto entrar tarde al cuarto, oler a cigarro y perfume barato. Fingí estar dormida. Pensé en irme, en llevarme a Camila lejos de todo esto. Pero ¿a dónde? Aquí tengo mi trabajo en la escuela primaria, mis padres viven a dos cuadras… ¿Cómo empezar de nuevo a los 42 años?
A las tres de la mañana me levanté y fui a la cocina. Saqué la carta del cajón y la leí por décima vez:
«Ernesto,
No sé cómo llegamos hasta aquí. A veces siento que somos dos extraños compartiendo techo y cuentas por pagar. Sé lo de Lucía. No te lo digo para pelear ni para hacerte sentir mal. Solo quiero entender si aún queda algo entre nosotros o si solo estamos juntos por costumbre…»
Las palabras me dolían como el primer día. Pensé en quemarla, pero no tuve valor. Guardé la carta y me serví un café frío. Afuera llovía fuerte; las gotas golpeaban el techo como si quisieran arrancar los secretos de esta casa vieja.
Amaneció sin que pudiera pegar un ojo. Camila salió temprano para la prepa; Ernesto ni siquiera se despidió. Me senté frente a la ventana con mi taza vacía y vi pasar a Lucía rumbo al mercado. Me miró y bajó la cabeza.
Ese día en la escuela no pude concentrarme. Los niños gritaban y jugaban como si nada importara. Al salir, pasé por la iglesia del pueblo y me senté en una banca. Vi entrar a doña Rosa con su nieto; escuché los rezos y sentí ganas de llorar.
¿Será que todas las mujeres del pueblo cargamos con secretos? ¿Que todas aprendimos a callar para no romper lo poco que tenemos?
Volví a casa al atardecer. Ernesto estaba viendo televisión; Camila aún no llegaba. Me senté junto a él sin decir palabra. Por un momento quise tomarle la mano, pero no pude.
—¿Vamos a seguir así mucho tiempo? —pregunté al fin, con voz baja.
Él me miró sorprendido; hacía meses que no le hablaba así.
—No sé… —dijo—. Yo tampoco sé cómo arreglar esto.
Sentí un nudo en la garganta. Quise decirle todo: lo de Lucía, mi soledad, mis ganas de huir… Pero solo pude llorar en silencio.
Esa noche dormimos espalda con espalda. Pero al menos dormimos bajo el mismo techo, compartiendo el mismo dolor.
Hoy escribo esto mientras veo llover otra vez sobre San Miguel. No sé qué será de nosotros mañana; no sé si algún día podré perdonar o si Ernesto querrá quedarse realmente conmigo.
Pero sí sé una cosa: siempre llevaré esta historia en mi corazón… aunque duela.
¿Ustedes han sentido alguna vez que el silencio pesa más que cualquier palabra? ¿Vale la pena callar para no perder lo poco que queda?