Silencio en casa: cómo una máquina de coser cambió mi destino
—¿Otra vez vas a quedarte todo el día encerrada, Ana? —La voz de Daniel retumbó desde la puerta mientras yo apenas podía sostenerme sentada en el borde de la cama.
No respondí. Solo escuché cómo se cerraba la puerta y el eco de sus pasos alejándose por el pasillo. El silencio volvió a apoderarse de la casa, ese silencio denso que se instala cuando los sueños se apagan y la rutina pesa más que el aire. Me quedé ahí, mirando mis manos temblorosas, preguntándome en qué momento mi vida se había vuelto tan pequeña.
No fui a la cocina. No preparé café. Caminé directo al clóset del fondo, donde guardábamos todo lo que no queríamos ver: cajas con ropa vieja, recuerdos de cuando éramos felices, y la máquina de coser Singer que fue de mi abuela Rosa. La bajé con esfuerzo, tosiendo por el polvo acumulado. Me senté en el suelo y pasé los dedos por las letras doradas ya desvaídas. Recordé las tardes en que mi abuela me enseñaba a coser vestidos para mis muñecas mientras me contaba historias de cuando llegó a Buenos Aires desde Tucumán con una mano adelante y otra atrás.
—Vos podés cambiar tu destino, Anita —me decía—. Solo hace falta coraje y un poco de hilo.
Pero yo no tenía coraje. O eso creía hasta ese día.
La crisis económica nos había golpeado fuerte. Daniel perdió su trabajo en la fábrica y ahora hacía changas en la construcción. Yo había dejado de trabajar cuando nació nuestra hija Lucía, y después nunca encontré cómo volver. El dinero no alcanzaba y las peleas se volvieron rutina. Daniel llegaba cansado, frustrado, y descargaba su enojo conmigo. «¿Para qué estudiaste si igual terminaste fregando pisos?», me decía a veces, sin mirar atrás.
Esa mañana, mientras Lucía dormía en su cuna improvisada —una caja de manzanas forrada con mantas—, me senté frente a la máquina y la miré como si fuera una puerta secreta. No sabía si funcionaba. No sabía si yo funcionaba. Pero tenía que intentarlo.
Busqué retazos de tela entre las cosas viejas y empecé a coser. Al principio mis manos temblaban tanto que apenas podía enhebrar la aguja. Pero poco a poco los recuerdos volvieron: cómo tensar el hilo, cómo guiar la tela bajo la aguja, cómo escuchar el ritmo hipnótico del pedal. Cosí un vestido pequeño para Lucía con una sábana rota y, al terminarlo, lloré como si hubiera parido algo nuevo.
Esa tarde, cuando Daniel volvió, encontró la casa llena de hilos y telas desparramadas.
—¿Qué hacés con ese cacharro? —preguntó con fastidio.
—Voy a empezar a coser para vender —le respondí sin mirarlo.
Se rió. Una risa amarga.
—¿Quién te va a comprar algo a vos? Nadie tiene plata ni para comer.
No contesté. Pero esa noche no dormí. Pensé en todas las mujeres del barrio que tampoco tenían plata para ropa nueva pero sí para arreglar lo viejo. Pensé en las madres que necesitaban uniformes escolares remendados o cortinas para tapar el sol del verano chaqueño.
Al día siguiente fui al almacén de doña Marta y le ofrecí arreglarle los manteles rotos a cambio de un poco de harina y yerba. Ella aceptó y me recomendó con sus vecinas. Pronto empecé a recibir encargos: dobladillos, cierres rotos, camisas gastadas por el trabajo duro.
Daniel seguía sin creer en mí. Cada vez que veía la máquina sobre la mesa refunfuñaba:
—Eso es perder el tiempo, Ana. Mejor buscá algo serio.
Pero yo seguí. Lucía jugaba entre los hilos mientras yo cosía hasta que me dolían los ojos. A veces lloraba en silencio cuando nadie me veía, pero no paraba. Una tarde llegó mi hermana Mariana con una bolsa de ropa para arreglar y me abrazó fuerte:
—Estoy orgullosa de vos —me susurró—. Mamá estaría feliz.
Poco a poco empecé a juntar unos pesos. No era mucho, pero alcanzaba para comprar leche para Lucía y pagar la luz atrasada. El barrio empezó a hablar de mí: «Ana te deja la ropa como nueva», decían las vecinas en la fila del colectivo.
Un día recibí un encargo grande: confeccionar diez uniformes para los chicos del club del barrio. Era mucho trabajo y tenía miedo de no poder cumplir. Daniel se burló:
—¿Y ahora te creés modista famosa?
Pero esa vez no me callé:
—Prefiero intentarlo antes que quedarme esperando que todo cambie solo.
Trabajé noches enteras, cosiendo bajo la luz amarilla del velador mientras Lucía dormía abrazada a mi pierna. Cuando entregué los uniformes y vi a los chicos corriendo por la cancha con mi trabajo puesto, sentí un orgullo que nunca antes había sentido.
La relación con Daniel siguió tensa. Él no soportaba verme crecer mientras él se sentía cada vez más pequeño. Una noche discutimos fuerte:
—¿Por qué te molesta tanto que yo salga adelante? —le grité entre lágrimas.
—Porque yo debería ser el que trae el pan a esta casa —me respondió con rabia—. No vos.
El machismo pesaba más que cualquier deuda. Pero yo ya no podía volver atrás.
Con el tiempo, otras mujeres del barrio se acercaron a pedirme ayuda para aprender a coser. Organizamos talleres en mi casa y juntas compartimos historias de lucha y resistencia: madres solteras, abuelas criando nietos, jóvenes escapando de novios violentos. La máquina de mi abuela se volvió símbolo de esperanza para todas nosotras.
Un día Daniel no volvió a casa. Se fue sin despedirse, dejando solo una nota: «No puedo más». Sentí miedo, sí, pero también alivio. Por primera vez en años respiré profundo y supe que podía sola.
Hoy mi taller es pequeño pero lleno de vida: risas, charlas, sueños tejidos entre hilos de colores. Lucía ya va a la escuela con uniformes hechos por mí y yo puedo mirar al espejo sin vergüenza.
A veces me pregunto: ¿cuántas mujeres como yo siguen esperando el permiso para empezar de nuevo? ¿Cuántas máquinas de coser duermen olvidadas en algún rincón mientras sus dueñas sueñan con despertar?
¿Y vos? ¿Qué harías si tuvieras el coraje —y un poco de hilo— para cambiar tu destino?