Silencio entre nosotros: una semana que lo cambió todo

—¿Vas a seguir sin decirme nada, Milena? —mi voz retumba en el pasillo angosto del departamento, rebotando entre las paredes llenas de fotos y recuerdos que ahora parecen burlarse de mí.

Ella ni siquiera me mira. Está sentada en el sillón, con las piernas cruzadas y la mirada fija en la ventana, como si allá afuera, entre los ruidos de la avenida Corrientes, estuviera la respuesta a todo lo que no se atreve a decirme. Hace una semana que no me habla. Siete días exactos desde que llegué del trabajo y la encontré llorando en la cocina, con el celular apretado en la mano y los ojos rojos. Desde entonces, el silencio se ha vuelto un tercer inquilino en nuestro hogar.

Me llamo Julián, tengo treinta años y hace tres que vivo con Milena. Ella es mi todo: mi compañera, mi refugio, la razón por la que cambié mi vida. Cuando nos mudamos juntos, pensé que nada podría separarnos. Armamos este departamento con esfuerzo, comprando los muebles de a poco en cuotas, pintando las paredes los domingos y soñando con un futuro juntos. Hablábamos de casarnos, de tener hijos, de viajar a Mendoza a ver los viñedos. Pero ahora, todo eso parece tan lejano como la infancia.

—Milena, por favor… —insisto, acercándome—. No puedo seguir así. Decime qué pasa.

Ella se encoge de hombros y se levanta para ir al baño. Cierra la puerta tras de sí y escucho cómo gira la llave. Me quedo solo en el living, rodeado de un silencio que pesa más que cualquier grito.

No sé qué hice mal. Repaso cada momento de la última semana: ¿fue algo que dije? ¿Alguien le contó un chisme sobre mí? ¿Está enferma? ¿Perdió el trabajo? Nada tiene sentido. Intento llamarla al celular cuando estoy en la oficina, pero no responde. Le dejo notas en la heladera: “Te amo”, “¿Querés que hablemos?”, “¿Necesitás algo?”. Todas quedan sin respuesta.

El viernes por la noche, su hermana Lucía me manda un mensaje: “¿Está todo bien con Milena? No me contesta”. Me dan ganas de contarle todo, de pedirle ayuda, pero no quiero exponer a Milena ni parecer un cobarde incapaz de resolver mis propios problemas.

El sábado por la tarde, decido ir a buscarla al parque donde suele correr cuando está angustiada. La veo sentada en un banco, mirando a los chicos jugar al fútbol. Me acerco despacio.

—Milena… —susurro—. Por favor, decime qué pasa. No puedo más con este silencio.

Ella me mira por primera vez en días. Sus ojos están hinchados y cansados.

—No sé si puedo —dice apenas audible—. No sé si quiero.

Mi corazón se detiene un segundo. ¿No sabe si quiere qué? ¿Seguir conmigo? ¿Vivir acá? ¿Hablar?

—¿No querés estar más conmigo? —pregunto temblando.

Ella baja la cabeza y las lágrimas empiezan a caerle por las mejillas.

—No es eso… o sí… No sé —balbucea—. Me siento perdida, Julián. Siento que todo lo que planeamos ya no tiene sentido para mí.

Me siento al lado suyo, sin saber si abrazarla o dejarle espacio.

—¿Es por mí? ¿Por algo que hice?

—No —niega rápidamente—. Sos bueno conmigo. Siempre lo fuiste. Pero yo… yo cambié. No sé cómo explicarlo. Siento que estoy viviendo una vida que no es mía. Que me perdí en tus sueños y me olvidé de los míos.

Me quedo mudo. Nunca imaginé que ella pudiera sentirse así. Siempre creí que éramos un equipo, que queríamos lo mismo.

—¿Por qué no me lo dijiste antes?

—Porque tenía miedo de lastimarte —responde—. Porque pensé que se me iba a pasar. Pero cada día me siento más vacía.

La abrazo despacio y ella no se resiste, pero tampoco corresponde el gesto. Nos quedamos así un rato largo, mirando cómo el sol cae detrás de los edificios.

Esa noche volvemos juntos al departamento, pero el ambiente sigue tenso. Cocino unas milanesas con puré, su plato favorito, pero apenas prueba bocado.

—¿Querés dormir conmigo esta noche? —pregunto con voz quebrada.

Ella asiente y nos acostamos juntos, pero cada uno mira hacia su lado de la cama. Siento su espalda fría contra mi pecho y me doy cuenta de que el amor también puede doler físicamente.

Los días siguientes son una mezcla de esperanza y desesperación. A veces Milena parece querer acercarse; otras veces se encierra en sí misma y no dice palabra durante horas. Yo hago todo lo posible por demostrarle que estoy ahí para ella: le compro flores, le preparo el desayuno, le escribo cartas donde le cuento mis miedos y mis sueños. Pero nada parece alcanzarla.

Una tarde llega su mamá de visita sin avisar. Apenas entra al departamento, percibe la tensión en el aire.

—¿Qué pasa acá? —pregunta con ese tono maternal que no admite mentiras.

Milena se encierra en el baño otra vez y yo me quedo solo con su mamá.

—¿Pelea de novios? —intenta bromear ella.

—No sé si es una pelea —respondo sincero—. Creo que Milena está pasando por algo difícil y no sé cómo ayudarla.

La señora suspira y me mira con compasión.

—A veces uno tiene que dejar ir para que el otro encuentre su camino —dice suavemente—. No te culpes tanto, Julián.

Esa noche Milena sale del baño y se sienta a mi lado en la cama.

—Necesito tiempo —me dice—. Necesito estar sola para entender qué quiero realmente.

Siento un nudo en la garganta pero asiento con la cabeza. Sé que no puedo retenerla a la fuerza; sería egoísta hacerlo.

Al día siguiente hace las valijas y se va a casa de su hermana por unos días. El departamento queda vacío y silencioso como nunca antes. Camino entre las habitaciones buscando rastros suyos: una bufanda olvidada en el perchero, su taza favorita en la cocina, una nota vieja pegada al espejo del baño: “Te amo hasta el infinito”.

Me siento en el sillón donde empezó todo y lloro como un chico perdido. No sé si esto es el final o solo una pausa necesaria para reencontrarnos más adelante. Lo único que sé es que el amor no siempre es suficiente para retener a quien necesita volar solo.

¿Alguna vez sintieron ese vacío cuando alguien importante se va? ¿Creen que es posible reencontrarse después de perderse así?