Soledad en la casa de los Guzmán: El eco de los días perdidos

—¿Por qué todo sigue igual si yo me siento tan distinta?— pensé mientras enjuagaba la taza de café y miraba el reloj de pared, ese que mi esposo, Ernesto, colgó hace más de treinta años en la cocina. El sol apenas asomaba entre los edificios de la colonia Roma, y la ciudad de México parecía aún dormida, pero dentro de mi pecho el insomnio era un animal inquieto.

Me llamo Regina Guzmán. No soy joven, pero tampoco tan vieja como para rendirme. Sin embargo, desde que Ernesto se fue —tan de repente, tan injustamente—, la casa se volvió un eco interminable de pasos solitarios y recuerdos que duelen. Me acerqué a la ventana, como cada mañana, y vi pasar a la señora Marta con su nieta rumbo a la escuela. Sentí una punzada de envidia: yo también soñé con una casa llena de risas infantiles, pero mis hijos se fueron lejos, cada uno arrastrado por sus propios problemas y silencios.

—Mamá, no puedo ir hoy. El trabajo me tiene hasta el cuello— me dice Lucía por teléfono casi todos los días. Su voz suena cansada, distante, como si estuviera hablando desde otro mundo. Mi hijo menor, Julián, vive en Monterrey y apenas llama para Navidad o cuando necesita dinero. A veces me pregunto si fallé como madre o si simplemente así es la vida ahora: cada quien en su burbuja, cada quien con su soledad.

Hoy, sin embargo, algo era distinto. Al abrir la puerta para recoger el periódico, encontré una carta sin remitente. El sobre era sencillo, pero dentro había una foto vieja: Ernesto y yo bailando en una fiesta del barrio, rodeados de amigos y música. Al reverso, una nota escrita con su letra: «No olvides sonreír, Regina. La vida sigue siendo hermosa».

Me temblaron las manos. ¿Quién habría dejado esa carta? ¿Sería Lucía? ¿O tal vez Marta, que siempre fue tan cercana a nosotros? Decidí salir a buscar respuestas. Caminé hasta la tiendita de don Pedro, donde Ernesto compraba pan dulce cada domingo.

—¡Doña Regina! Qué milagro verla por aquí tan temprano —me saludó don Pedro con su sonrisa desdentada.

—Don Pedro, ¿vio quién dejó esto en mi puerta? —le mostré la carta.

Él negó con la cabeza.—No señora, pero últimamente he visto a su hija Lucía rondando por aquí en las noches. Se le ve preocupada.

Sentí un nudo en el estómago. ¿Por qué Lucía no me decía nada? ¿Qué le estaría pasando? Regresé a casa con más preguntas que respuestas y el corazón apretado por la incertidumbre.

Al mediodía sonó el teléfono. Era Lucía.

—Mamá… ¿puedo ir a verte hoy? —Su voz temblaba.

—Claro, hija. Aquí te espero —respondí conteniendo las lágrimas.

Cuando llegó, traía los ojos hinchados y las manos frías. Se sentó frente a mí en la mesa donde tantas veces compartimos pan y café.

—Mamá… perdóname por estar tan ausente. No sabes lo difícil que ha sido todo desde que papá murió. Siento que te fallé… y también a mí misma.

La abracé fuerte. Sentí su dolor mezclado con el mío; dos soledades encontrándose después de mucho tiempo.

—No tienes que cargar sola con todo esto, Lucía. Yo también me siento perdida a veces —le dije mientras acariciaba su cabello.

Ella rompió en llanto.—Perdí mi trabajo hace dos semanas. No quería preocuparte… pero ya no puedo más.

El silencio se hizo pesado entre nosotras. Pensé en Ernesto, en cómo siempre encontraba palabras para calmar cualquier tormenta.

—Vamos a salir adelante juntas —le aseguré—. Esta casa siempre será tu refugio.

Esa tarde cocinamos juntas como antes: arroz con pollo y tortillas recién hechas. Por primera vez en mucho tiempo, la cocina se llenó de risas y anécdotas. Hablamos de Ernesto, de sus bromas malas y su risa contagiosa; lloramos un poco y reímos otro tanto.

Al caer la noche, Lucía se quedó dormida en el sillón mientras yo hojeaba el álbum familiar. Vi fotos de cuando éramos jóvenes y pobres pero felices; de los cumpleaños improvisados con pastel comprado a medias; de los días en que creíamos que nada podía separarnos.

Pensé en Julián y sentí una punzada de tristeza. ¿Cuándo fue la última vez que nos abrazamos sin prisas ni reproches? ¿Será que también él carga con su propia soledad?

El teléfono sonó otra vez. Era Julián.

—Mamá… soñé con papá anoche. Me dijo que te llamara —su voz sonaba lejana pero sincera.

—Te extraño, hijo —le dije sin poder evitar el llanto.

—Yo también… Prometo ir a verte pronto.

Colgué sintiendo una mezcla extraña de esperanza y nostalgia. Tal vez la soledad no sea un castigo sino una pausa; un espacio para reencontrarnos con quienes amamos y con nosotros mismos.

Esa noche dormí abrazada a la foto que encontré en la carta misteriosa. Soñé con Ernesto bailando conmigo bajo las luces del barrio, rodeados de música y promesas eternas.

Al despertar, sentí algo distinto: una chispa de vida renovada. Tal vez no estoy tan sola como creo; tal vez aún hay tiempo para reconstruir lo que se ha roto.

¿Será posible volver a empezar después de tanta pérdida? ¿O la soledad es solo otra forma de aprender a amar más fuerte?