Soledad en la casa de los recuerdos: la historia de Regina González
—¿Otra vez sola, Regina? —me pregunté en voz baja mientras el vapor de la cafetera empañaba el ventanal de la cocina. El reloj marcaba las ocho y media, y el sol apenas se asomaba entre las bugambilias del patio. Mi casa, en una colonia tranquila de Puebla, parecía más grande desde que Ernesto se fue. Hace ya siete años que lo enterré, pero aún escucho su risa en los pasillos y siento su perfume en la almohada.
A veces me pregunto si la soledad es un castigo o una prueba. Mis hijos, Mariana y Julián, viven en la Ciudad de México. Me llaman los domingos, pero siempre tienen prisa: «Mamá, luego te marco, estoy en junta», «Mamá, los niños tienen tarea». Yo sonrío aunque por dentro me duela. ¿En qué momento me convertí en un mueble más de esta casa?
Esa mañana, mientras lavaba mi taza de barro —la que Ernesto me trajo de Oaxaca—, recordé la última vez que reímos juntos. Fue en la fiesta del pueblo, bailando danzón bajo las luces de colores. Él me giró y me susurró al oído: «Nunca te dejaré sola». Pero la vida no cumple promesas.
El teléfono sonó y mi corazón saltó con esperanza. Era Mariana.
—Mamá, ¿cómo amaneciste?
—Bien, hija, aquí… ya sabes, lo mismo de siempre.
—Mamá, ¿por qué no te vienes a vivir con nosotros? Aquí hay espacio y los niños te extrañan.
Mentira piadosa. Sé que mi presencia les incomoda; soy un estorbo entre sus rutinas modernas y sus silencios incómodos. Además, esta casa guarda todo lo que fui: las fotos amarillentas, los manteles bordados por mi abuela, el olor a café recién hecho.
Colgué y me senté frente a la ventana. Afuera, Doña Lupita barría la banqueta y saludaba a Don Tomás, el vecino viudo que siempre me mira con ojos tristes. Pensé en salir a platicar, pero el miedo al rechazo me detuvo. La soledad es una jaula invisible.
Esa tarde, mientras hojeaba una novela olvidada en el librero, escuché un golpe seco en la puerta. Era Julián, mi hijo menor.
—Mamá, tenemos que hablar —dijo sin rodeos.
Supe que algo andaba mal. Julián nunca venía sin avisar.
—¿Qué pasa, hijo?
—Es sobre la casa… Mariana y yo pensamos que sería mejor venderla. Está muy grande para ti sola y podrías venirte con alguno de nosotros.
Sentí un nudo en la garganta. Mi casa no es solo paredes; es mi refugio, mi historia.
—¿Y si no quiero venderla? Aquí están todos mis recuerdos.
—Mamá, no puedes seguir así. Nos preocupas.
No respondí. Miré el retrato de Ernesto sobre la repisa y sentí su ausencia como una herida abierta.
Esa noche no pude dormir. Caminé descalza por el pasillo, tocando las paredes como si fueran piel viva. Recordé cuando Julián era niño y se escondía detrás del sillón para asustarme; cuando Mariana lloraba porque le rompieron el corazón por primera vez. Todo eso está aquí, entre estas paredes.
Al día siguiente decidí salir al mercado. El bullicio me distrajo un poco del dolor. Saludé a Doña Lupita y compré flores para el altar de Ernesto. Al regresar, encontré una carta bajo la puerta:
«Regina:
Sé que la soledad pesa más cuando los recuerdos duelen. Si alguna vez quieres platicar o tomar un café, aquí estoy. —Tomás»
Me sorprendió el gesto. ¿Cuánto tiempo llevaba Tomás esperando una respuesta? ¿Cuánto tiempo llevaba yo negándome a vivir?
Esa tarde preparé dos tazas de café y toqué a su puerta.
—Hola, Tomás. ¿Aceptas compañía?
—Siempre —respondió con una sonrisa tímida.
Platicamos horas sobre nuestras vidas: él perdió a su esposa hace diez años; sus hijos también viven lejos. Descubrí que compartíamos más que la soledad: compartíamos el miedo al olvido.
Los días siguientes nos volvimos compañía habitual. Caminábamos juntos al parque, compartíamos recetas y hasta nos animamos a ir al cine del centro. Poco a poco sentí que el peso en el pecho se aligeraba.
Pero mis hijos no tardaron en notar el cambio.
—¿Quién es ese señor con el que sales tanto? —preguntó Mariana por teléfono.
—Un amigo, hija. Me hace bien platicar con alguien.
—¿No crees que es muy pronto para eso? Papá apenas se fue hace unos años…
Sentí rabia e impotencia. ¿Por qué mis hijos podían rehacer sus vidas pero yo debía quedarme anclada al pasado?
Un domingo vinieron a visitarme sin avisar. Encontraron a Tomás arreglando el jardín conmigo.
—Mamá, necesitamos hablar —dijo Julián serio—. Nos preocupa que confíes tanto en alguien que apenas conoces.
—Tomás es mi amigo y no necesito su permiso para tenerlo aquí —respondí firme por primera vez en años.
La discusión subió de tono hasta que Mariana rompió en llanto:
—Solo queremos lo mejor para ti…
—¿Y si lo mejor para mí es esto? ¿Y si quiero volver a sentirme viva?
Se hizo un silencio incómodo. Mis hijos se miraron entre sí; por primera vez noté miedo en sus ojos: miedo a perderme como ellos perdieron a su padre.
Esa noche Tomás me tomó la mano y dijo:
—No tienes que elegir entre tus hijos y tu felicidad. Mereces ambas cosas.
Lloré como no lo hacía desde que Ernesto murió. Lloré por todo lo perdido y por lo que aún podía ganar.
Con el tiempo mis hijos aceptaron mi decisión. Mariana incluso invitó a Tomás a una comida familiar; Julián me abrazó fuerte antes de regresar a la ciudad.
Hoy sigo extrañando a Ernesto cada mañana cuando lavo mi taza de café. Pero ya no le temo tanto a la soledad. Aprendí que los recuerdos pueden ser un refugio o una prisión; depende de uno abrir las ventanas y dejar entrar nueva luz.
A veces me pregunto: ¿Cuántas Reginas hay allá afuera, esperando permiso para volver a vivir? ¿Cuántos hijos olvidan que sus padres también sueñan? ¿Ustedes qué harían si estuvieran en mi lugar?