Solo alguien a mi lado: Invierno en la banca de la plaza
—¿Por qué sigues viniendo aquí, Camila? —me preguntó mi madre la última vez que hablamos, su voz quebrada por el cansancio y la rabia contenida.
No supe qué responderle. Solo bajé la mirada y apreté el viejo chaleco de mi hermano entre mis manos. Era febrero, y el parque de la colonia Doctores estaba vacío, como si el frío hubiera congelado no solo los árboles, sino también los recuerdos. El viento helado me cortaba la cara, pero yo seguía sentada en esa banca verde despintada, esperando algo que ni siquiera sabía nombrar.
Hace apenas unos meses, esa misma banca era un pequeño universo: niños jugando a las escondidas, vendedores ambulantes gritando «¡Paletas, paletas!», y parejas jóvenes riendo bajo la sombra de los fresnos. Pero desde que perdí a Julián, todo cambió. Él era mi hermano menor, mi cómplice, el único que entendía mis silencios. Una noche de octubre, no volvió a casa. La policía solo dijo: «Fue un asalto más». Pero para nosotros, fue el fin del mundo.
Mi papá dejó de hablarme. Mi mamá se encerró en su cuarto y solo salía para ir a trabajar al hospital. Yo me quedé con el eco de las risas de Julián y con la culpa de no haber estado ahí para protegerlo. Por eso vengo aquí cada tarde, aunque el parque esté vacío y el aire huela a soledad.
Un día, mientras me envolvía más fuerte en mi bufanda, escuché pasos acercándose. Era Don Ernesto, el señor que vende tamales en la esquina.
—¿Otra vez aquí sola, muchacha? —me preguntó con su voz ronca.
—Sí, Don Ernesto. Solo estoy pensando —le respondí sin mirarlo.
Él se sentó a mi lado sin pedir permiso. Sacó un tamal de su canasta y me lo ofreció.
—No deberías estar sola tanto tiempo. La tristeza se pega como el frío —dijo.
No supe qué contestar. Solo acepté el tamal y sentí cómo el calor me devolvía un poco a la vida. Don Ernesto empezó a contarme historias de su infancia en Veracruz, de cómo llegó a la ciudad buscando trabajo y terminó vendiendo tamales porque era lo único que sabía hacer bien.
—Uno nunca sabe cuándo va a necesitar a alguien —me dijo antes de irse—. A veces solo hace falta sentarse junto a otro para no sentirse tan perdido.
Esa noche, al llegar a casa, encontré a mi mamá llorando frente al altar improvisado de Julián. Me acerqué despacio y le tomé la mano. Por primera vez en meses, lloramos juntas. No dijimos nada; solo nos abrazamos hasta quedarnos dormidas en el suelo frío de la sala.
Los días siguientes intenté hablar con mi papá. Él seguía distante, encerrado en su propio dolor. Una tarde lo encontré viendo fotos viejas de Julián en su celular. Me senté a su lado sin decir palabra. Después de un rato, murmuró:
—No sé cómo seguir adelante sin él.
—Yo tampoco —le respondí—. Pero tal vez podamos intentarlo juntos.
El silencio se hizo pesado entre nosotros, pero ya no era un silencio hostil; era como si ambos estuviéramos aprendiendo a respirar de nuevo.
En el parque, empecé a notar pequeños cambios: una señora paseando a su perro me saludó con una sonrisa tímida; un grupo de niños volvió a jugar fútbol cerca de la banca; incluso Don Ernesto me regaló una flor hecha con hojas secas.
Un día llegó Lucía, una vecina que apenas conocía. Se sentó junto a mí y me preguntó si podía contarme algo. Su hermano también había muerto hacía años, víctima de la violencia que azota nuestra ciudad.
—A veces siento que nadie entiende este dolor —me confesó—. Pero cuando te veo aquí cada tarde, siento que no estoy sola.
Nos quedamos calladas un buen rato. Luego empezamos a hablar de nuestros hermanos: sus bromas, sus sueños truncos, las cosas pequeñas que los hacían únicos. Por primera vez desde la muerte de Julián, sentí que podía compartir mi dolor sin miedo al juicio o al silencio incómodo.
Poco a poco, la banca se fue llenando otra vez: primero Lucía, luego Don Ernesto con sus historias y sus tamales, después un par de estudiantes que venían a repasar para los exámenes finales. Cada uno traía consigo una herida distinta, pero todos compartíamos el deseo silencioso de no estar solos.
En casa las cosas seguían difíciles. Mi mamá tenía días buenos y días malos; mi papá aún se perdía en sus recuerdos. Pero ahora cenábamos juntos al menos una vez por semana y hablábamos de Julián sin miedo a rompernos.
Una tarde lluviosa de marzo, mientras veía caer las gotas sobre los charcos del parque, escuché una voz familiar:
—¿Te puedo acompañar?
Era mi mamá. Se sentó junto a mí y sacó una foto vieja de Julián sonriendo con los dientes chuecos.
—¿Crees que algún día deje de doler? —me preguntó con los ojos llenos de lágrimas.
—No lo sé —le respondí—. Pero creo que si seguimos sentándonos juntas aquí, aunque sea en silencio, tal vez aprendamos a vivir con el dolor sin dejar que nos destruya.
Esa noche escribí una carta para Julián y la escondí bajo la banca del parque. No sé si alguien más la encontrará algún día, pero sentí que era mi manera de decirle adiós sin olvidarlo.
Hoy sigo viniendo al parque cada tarde. A veces estoy sola; otras veces me acompaña Lucía o Don Ernesto. He aprendido que el dolor no desaparece, pero se vuelve más llevadero cuando alguien se sienta a tu lado sin pedir explicaciones.
Me pregunto: ¿cuántos de nosotros necesitamos simplemente eso? ¿Alguien que esté ahí, sin juzgar ni preguntar demasiado? ¿Será posible sanar si dejamos de escondernos y nos atrevemos a compartir nuestro dolor?