Solo él me entiende: la historia de Anahí y Simón
—¿Otra vez cocinando para ese perro? —La voz de Ernesto retumba en la cocina, mezclándose con el aroma dulce de las galletas recién horneadas.
No le contesto. Sigo removiendo la mezcla de avena y pechuga de pollo, sintiendo cómo el calor del horno se pega a mi piel. Simón, mi perro mestizo de ojos tristes y pelaje dorado, me mira desde su rincón favorito junto a la ventana. Sus orejas caídas se levantan apenas cuando me acerco con la bandeja.
—¿Y para nosotros qué hay? —insiste Ernesto, cruzado de brazos, con ese tono que ya no me duele pero sí me cansa.
—Hay sopa en la olla —respondo sin mirarlo. No tengo ganas de discutir otra vez. Desde hace meses, nuestras conversaciones son como piedras lanzadas al río: hacen ruido, pero se hunden rápido y desaparecen.
Simón mueve la cola despacio. Sabe que las galletas son para él. Las preparo porque está mudando el pelo y anda inquieto, porque lo llevé al veterinario y me dijeron que necesita más cariño. Pero también las hago porque, en este departamento pequeño y ruidoso de la colonia Narvarte, es el único que me escucha sin juzgarme.
—Anahí, ¿no crees que exageras? Es solo un perro —dice Ernesto, ahora más bajo, como si temiera que Simón pudiera entenderlo.
Me río por dentro. Si supiera cuántas veces Simón ha sido mi refugio cuando Ernesto llega tarde o cuando mi madre llama solo para criticarme. Si supiera que Simón es el único que se acurruca conmigo cuando lloro en silencio por las noches.
—¿Sabes qué? Hoy no tengo ganas de pelear —le digo, entregándole una cuchara para que pruebe la sopa. Él la acepta a regañadientes y se va al comedor. Yo me siento en el piso junto a Simón y le ofrezco una galleta tibia.
—¿Te gusta? —le susurro. Simón ladea la cabeza y me mira con esos ojos grandes, llenos de paciencia. Siento que entiende todo lo que no puedo decirle a nadie más.
Mi madre siempre dice que estoy desperdiciando mi vida. «¿Para eso estudiaste psicología? ¿Para quedarte en casa haciendo galletas para un perro?» Pero ella nunca entendió lo difícil que es sentirse sola rodeada de gente. Nunca entendió lo que fue perder a mi papá tan joven y tener que ser fuerte para todos menos para mí misma.
Afuera, los cláxones y los gritos del vendedor de tamales llenan el aire. Aquí adentro, solo estamos Simón y yo. A veces pienso que si no fuera por él, ya me habría ido de este departamento, de esta vida tan apretada y silenciosa.
Una tarde, hace dos semanas, Ernesto llegó borracho. Gritó por cualquier cosa: porque la comida estaba fría, porque Simón ladró cuando él entró. Yo solo lo miré y pensé en lo fácil que sería irme, dejarlo todo atrás. Pero luego vi a Simón temblando bajo la mesa y supe que no podía abandonarlo.
—¿Por qué te quedas? —me preguntó mi amiga Lucía una vez, mientras tomábamos café en el parque México.
—Por Simón —le respondí sin dudarlo.
Ella se rió, pensando que era una broma. Pero no lo era. Simón es mi cable a tierra, mi razón para levantarme cada mañana aunque todo duela.
Hoy es domingo y Ernesto salió temprano a ver el partido con sus amigos. Aprovecho el silencio para limpiar la casa y poner música vieja: Chavela Vargas cantando sobre amores imposibles. Simón me sigue por todos lados, como si supiera que necesito compañía.
Mientras barro el patio, escucho a los vecinos discutir por dinero. Pienso en todas las familias rotas por cosas pequeñas: un malentendido, una palabra dicha a destiempo, un sueño no cumplido. Pienso en mi propia familia: mamá sola en Veracruz, mi hermano menor perdido en sus propios problemas, yo aquí en la ciudad tratando de sobrevivir día tras día.
A veces siento rabia por no tener el valor de irme. Otras veces agradezco tener al menos a Simón. Me pregunto si otras mujeres sienten lo mismo: esa mezcla de resignación y ternura, ese deseo de ser vistas aunque sea por un par de ojos peludos y sinceros.
Por la tarde llega Ernesto. Trae olor a cerveza y a cigarro. Me mira de reojo cuando ve a Simón dormido en el sillón.
—¿Otra vez lo dejaste subirse ahí? —pregunta molesto.
No respondo. Solo acaricio a Simón y le susurro al oído:
—No te preocupes, aquí estamos bien.
Esa noche ceno sola en la cocina mientras Ernesto ve televisión. Pienso en mi vida antes de casarme: los sueños de viajar, de tener una consulta propia, de ayudar a otras mujeres como yo. Ahora todo parece lejano, como una película vieja en blanco y negro.
Simón se sienta junto a mí y apoya su cabeza en mi pierna. Siento un nudo en la garganta. Le hablo bajito:
—Eres el único que me entiende, ¿verdad?
Él mueve la cola despacio, como si dijera sí.
Me doy cuenta de que no necesito grandes cosas para ser feliz. Solo necesito sentirme vista, escuchada, querida. Y aunque sea solo por un perro mestizo rescatado de la calle, eso basta por ahora.
A veces pienso en irme con Simón a otro lugar: un pueblo tranquilo cerca del mar o una casita en las afueras donde nadie nos moleste. Pero luego recuerdo mis miedos y mis cadenas invisibles.
¿Será cobardía quedarse por amor a un perro? ¿O será valentía reconocer que él es mi familia verdadera?
Quizás algún día encuentre el valor para cambiar mi vida. Por ahora solo tengo esto: las galletas calientes, el cariño silencioso de Simón y la esperanza terca de que algún día alguien más me entienda como él.