Solo él me entiende: La historia de Lord y yo
—¿Qué hay de comer? —preguntó Javier, mi esposo, entrando a la cocina con el ceño fruncido y el olor del tráfico aún pegado a la ropa.
Yo ni siquiera levanté la vista. Estaba sacando del horno una bandeja de galletas humeantes. No eran para él, ni para mis hijos, ni para mí. Eran para Lord, mi perro, mi compañero, el único que parecía entenderme últimamente.
—Estoy cocinando —respondí, con un dejo de orgullo—. Galletas para Lord. Con pavo y avena. Está pasando por un mal momento, ¿sabes? Se le está cayendo el pelo y anda de malas. Decidí consentirlo un poco.
Javier me miró como si estuviera loca. —¿Y nosotros qué vamos a comer? ¿También croquetas?
Me reí, pero sentí el nudo en la garganta. No era la primera vez que sentía que en esta casa nadie me escuchaba. Nadie, excepto Lord. Desde que llegó a nuestras vidas hace tres años, ese perro mestizo de orejas caídas y mirada triste se convirtió en mi sombra. Cuando los niños crecieron y dejaron de buscarme para todo, cuando Javier empezó a llegar más tarde y hablar menos, Lord se quedó conmigo. Me seguía por la casa, se acurrucaba a mis pies cuando lloraba en silencio por las noches.
—Mamá, ¿por qué Lord tiene galletas y yo no? —preguntó Valeria, mi hija menor, entrando con su uniforme arrugado.
—Porque Lord me escucha —le respondí sin pensar. Ella me miró raro y salió dando un portazo.
A veces siento que hablo otro idioma. Que mis palabras rebotan en las paredes y nadie las recoge. Pero Lord sí. Él me mira con esos ojos enormes y marrones como si entendiera todo lo que no puedo decirle a nadie más.
Esa tarde, mientras la familia discutía en la sala sobre quién iba a lavar los platos o quién había dejado el gas abierto, yo me senté en el piso de la cocina con Lord. Le di una galleta tibia y él movió la cola despacio, agradecido. Le acaricié la cabeza y sentí cómo se relajaba bajo mi mano.
—¿Sabes qué, Lord? A veces quisiera ser como tú. No tener que explicar nada. Solo estar —le susurré.
Mi madre siempre decía que las mujeres mexicanas cargamos con todo: la casa, los hijos, el marido, los problemas ajenos y propios. Pero nadie nos pregunta cómo estamos realmente. Nadie se detiene a ver si necesitamos un abrazo o un respiro.
Esa noche, después de cenar (arroz recalentado para todos menos para Lord), Javier volvió al ataque:
—¿No crees que exageras con ese perro? Ya ni conmigo eres así de cariñosa.
Sentí el golpe directo al pecho. Me levanté de la mesa y fui al patio. Lord me siguió sin dudarlo. Me senté en el escalón frío y él apoyó su hocico en mi pierna.
—¿Por qué no pueden entenderlo? —le pregunté al aire—. ¿Por qué es tan difícil ver que necesito algo mío?
Recordé cuando era niña en Veracruz y mi abuela tenía un perro igual de fiel. Ella decía que los perros son ángeles disfrazados, enviados para acompañarnos cuando más solos estamos. Quizá por eso me aferré tanto a Lord cuando lo encontramos abandonado en la calle, temblando bajo la lluvia.
La soledad es una sombra silenciosa en esta ciudad inmensa. Puedes estar rodeada de gente y sentirte invisible. Yo lo sé bien. Mis amigas dejaron de llamarme cuando empecé a faltar a las reuniones porque tenía que cuidar a los niños o porque Javier no quería salir. Mi familia política nunca entendió por qué adopté un perro callejero en vez de tener otro hijo.
Una noche, hace unos meses, tuve una crisis de ansiedad tan fuerte que creí que me iba a morir. Javier dormía profundamente a mi lado; los niños también. Solo Lord se dio cuenta. Se subió a la cama y me lamió la cara hasta que logré respirar otra vez.
Desde entonces supe que él era mi refugio. Mi cable a tierra.
Pero nadie lo entiende. Nadie ve lo que yo veo: cómo Lord se sienta junto a mí cuando lavo los trastes; cómo mueve la cola cuando escucha mi voz aunque esté cansada o triste; cómo me mira cuando lloro en silencio después de una pelea familiar.
Un día, Valeria llegó llorando del colegio porque una compañera le hizo bullying por su acento costeño. Yo intenté consolarla pero no encontraba las palabras correctas. Fue Lord quien se acercó y le lamió la mano hasta que ella sonrió entre lágrimas.
—¿Ves? Él sí entiende —le dije bajito.
Poco a poco, empecé a notar que mis hijos también buscaban a Lord cuando estaban tristes o asustados. Pero Javier seguía distante, molesto por mi devoción al perro.
Una tarde lluviosa, discutimos fuerte:
—¡No puedes poner a ese animal por encima de tu familia! —gritó Javier.
—No lo hago —le respondí temblando—. Solo que él sí está cuando lo necesito…
Él salió dando un portazo y yo caí al suelo llorando con Lord abrazado a mí.
Esa noche tomé una decisión: ya no iba a pedir permiso para querer como quisiera ni iba a disculparme por necesitar compañía. Empecé a salir más con Lord al parque, a hablar con otras mujeres que paseaban perros y descubrí que muchas sentían lo mismo: soledad, incomprensión, ganas de ser vistas más allá del rol de madre o esposa.
Con el tiempo, Javier empezó a notar el cambio en mí. Un día llegó temprano y me encontró riendo con otras vecinas mientras los perros jugaban.
—Te ves feliz —me dijo sorprendido.
—Lo estoy —le respondí—. Porque encontré algo solo mío…
No fue fácil ni rápido, pero poco a poco mi familia empezó a entenderlo. Ahora Valeria hornea galletas conmigo para Lord; mi hijo mayor lo saca a correr; incluso Javier le compra juguetes de vez en cuando.
Pero sé que muchas mujeres siguen sintiéndose solas aunque estén rodeadas de gente. Que buscan refugio en sus mascotas porque ahí encuentran comprensión sin juicios ni reproches.
A veces me pregunto: ¿cuántas mujeres como yo han encontrado en sus perros ese abrazo silencioso que nadie más les da? ¿Cuántas siguen esperando ser vistas y escuchadas?
¿Y tú? ¿Alguna vez sentiste que solo tu mascota te entiende realmente?