Sólo quedé yo: Una noche interminable en San Miguel

—¿Mamá? ¿Dónde estás?—. Mi voz temblaba mientras marcaba por tercera vez el mismo número. El teléfono apenas tenía saldo, pero igual lo intenté. «El aparato está apagado o fuera del área de servicio», repitió la voz metálica. Afuera, la noche ya había caído sobre San Miguel, y las luces de la calle titilaban como si también tuvieran miedo.

Empujé las ruedas de mi silla con fuerza, acercándome a la ventana. El vidrio estaba frío y empañado. Miré hacia la esquina, esperando ver la figura de mi mamá con su bolsa del mercado, caminando rápido como siempre, con esa cara de cansancio que nunca se le quitaba. Pero no había nadie. Sólo los perros callejeros y el eco lejano de una cumbia que salía de alguna casa vecina.

Me llamo Julia y tengo quince años. Nací con espina bífida y desde los seis uso esta silla de ruedas que cruje cada vez que me muevo. Mi mamá, Rosa, es todo lo que tengo. Mi papá se fue cuando yo era bebé, y nunca más supimos de él. Vivimos en un departamento pequeño, en el tercer piso de un edificio viejo donde el ascensor casi nunca funciona. Por eso, cuando mamá sale, yo me quedo sola.

Esa noche, mamá había salido a comprar pan y leche. Me prometió que no tardaría. Pero ya habían pasado dos horas y el miedo empezó a crecer dentro de mí como una sombra.

—Tranquila, Julia—me dije en voz baja—. Seguro se encontró con doña Marta y se puso a conversar.

Pero algo no cuadraba. Mamá nunca se demoraba tanto. Recordé la vez que la asaltaron cerca del mercado y llegó llorando, con la ropa rota y sin dinero. «No te preocupes, hija», me dijo entonces, «mientras estemos juntas, todo va a estar bien». Pero ahora no estábamos juntas.

El estómago me gruñía. No había nada para cenar salvo un poco de arroz frío en la olla. Pensé en calentar agua para hacer té, pero la tetera eléctrica estaba rota desde hacía semanas. Me arrastré hasta la cocina y abrí la heladera: sólo un tomate arrugado y un poco de margarina.

De repente, escuché pasos en el pasillo. Mi corazón saltó de esperanza.

—¿Mamá?—grité.

Pero era don Ernesto, el vecino del 2B, que siempre llegaba borracho y cantando tangos desafinados. Golpeó su puerta y entró haciendo ruido. El silencio volvió a llenar el departamento.

Me sentí tan sola que empecé a llorar. No quería hacerlo, pero las lágrimas salieron igual. Pensé en llamar a alguien, pero ¿a quién? No tenía amigos; en la escuela todos me miraban raro o me ignoraban. La única persona que a veces me hablaba era Camila, pero ella vivía lejos y seguro ya estaba dormida.

Miré el reloj: las 22:15. Afuera seguía oscuro y empezaba a lloviznar. Imaginé a mi mamá perdida o herida en algún lugar. O peor: ¿y si no volvía nunca más?

La desesperación me hizo pensar cosas feas. Recordé las peleas de mamá con su jefe en la panadería, las veces que llegaba llorando porque no le pagaban lo suficiente o porque le decían cosas feas por tener una hija «enferma». Recordé también las veces que discutíamos porque yo quería ser independiente y ella no me dejaba ni salir sola al pasillo.

—¡No entiendes nada!—le grité una vez—. ¡No soy una carga!

Ella me miró con esos ojos tristes y sólo dijo: «Eres mi vida, Julia».

Ahora daría cualquier cosa por escuchar su voz otra vez.

La lluvia golpeaba fuerte contra la ventana cuando escuché un ruido en la puerta. Me acerqué lo más rápido que pude.

—¿Mamá?—pregunté otra vez.

Pero nadie respondió. Sólo era el viento moviendo la chapa floja del pasillo.

Empecé a temblar de frío y miedo. Pensé en llamar a la policía, pero ¿qué les diría? «Mi mamá salió al mercado y no volvió». Seguro se reirían o me dirían que esperara hasta mañana.

De pronto, recordé algo: la vecina del 4A, doña Teresa, siempre decía que si necesitaba algo podía tocarle la puerta. Dudé un momento; nunca me animé a pedir ayuda antes. Pero esa noche sentí que no tenía opción.

Me arrastré hasta la puerta y traté de abrirla, pero estaba muy pesada para mí sola. Golpeé con los nudillos lo más fuerte que pude.

—¡Doña Teresa! ¡Ayuda!—grité con todas mis fuerzas.

Pasaron unos minutos eternos hasta que escuché pasos apresurados.

—¿Julia? ¿Qué pasa, mi niña?—preguntó doña Teresa desde el otro lado.

—Mi mamá no vuelve… tengo miedo—dije entre sollozos.

Ella abrió la puerta con cuidado y entró envuelta en su bata floreada.

—Tranquila, mi amor—me abrazó fuerte—. Vamos a buscarla juntas.

Me llevó a su departamento y me preparó un té caliente con pan dulce. Llamó a su hijo, Mauricio, que trabaja en una remisería del barrio.

—Vamos a recorrer el mercado y las calles cercanas—dijo Mauricio mientras se ponía la campera—. Vos quedate tranquila acá con Teresa.

Las horas pasaron lentas como tortuga herida. Doña Teresa me contó historias de su infancia en Tucumán para distraerme, pero yo sólo pensaba en mamá.

A las dos de la mañana sonó el teléfono fijo de Teresa. Era Mauricio.

—La encontraron—dijo Teresa con una sonrisa temblorosa—. Está bien… sólo tuvo un desmayo por el cansancio y el hambre. Está en el hospital del barrio pero va a estar bien.

Sentí un alivio tan grande que empecé a llorar otra vez, pero esta vez de felicidad.

Al día siguiente fui al hospital con Teresa y vi a mamá acostada en una camilla, pálida pero viva. Me abrazó tan fuerte que casi me rompe los huesos.

—Perdóname por asustarte así, Juliita—me susurró al oído—. Prometo que nunca más te voy a dejar sola tanto tiempo.

Pero yo sabía que no era su culpa. La vida es dura para nosotras; todo cuesta el doble o el triple cuando eres pobre y tienes una discapacidad en este país donde nadie te mira dos veces si te caes en la calle.

Esa noche aprendí algo: aunque muchas veces me siento sola e invisible, todavía hay gente buena dispuesta a tender una mano cuando más lo necesitas.

Ahora me pregunto: ¿Cuántos niños como yo pasan noches enteras esperando a alguien que tal vez nunca vuelva? ¿Cuándo vamos a dejar de ser invisibles para los demás?