Sombras en la casa de mi madre

—¿Por qué no me acompañas, Camila? —le pregunté a mi hermana menor mientras metía las llaves en el bolso.

Ella ni siquiera levantó la vista del celular. —No quiero volver ahí, Mariana. Todo huele a mamá… y a tristeza.

No insistí. Sabía que para ella era demasiado pronto. Para mí también, pero alguien tenía que encargarse de las cosas de mamá. Tres meses después de su muerte, la casa seguía vacía, como si el tiempo se hubiera detenido en ese último suspiro. El barrio, en las afueras de Córdoba, ya no era el mismo: los vecinos viejos se habían ido o estaban demasiado cansados para cuidar de algo más que sus propios recuerdos.

Tomé el colectivo con el corazón apretado. Miraba por la ventana las calles polvorientas, los perros callejeros, los niños jugando descalzos. Todo me parecía ajeno y familiar a la vez. Cuando bajé frente a la casa, sentí un escalofrío. La reja estaba entreabierta. Mamá jamás la dejaba así.

Empujé despacio la puerta del jardín. El pasto crecía salvaje, cubriendo los rosales que mamá cuidaba con tanto esmero. El silencio era tan denso que podía escuchar mis propios latidos.

—¿Hola? —dije en voz alta, aunque sabía que nadie debía responder.

Pero escuché un ruido adentro. Un golpe seco, como si algo pesado cayera al suelo. Me quedé helada. Dudé si entrar o salir corriendo, pero el miedo a perder lo poco que quedaba de mamá me empujó hacia adelante.

Entré despacio, con el celular en la mano lista para llamar a la policía. El olor a humedad y encierro me golpeó en la cara. Avancé por el pasillo hasta el comedor y ahí los vi: dos hombres revolviendo los cajones del mueble donde mamá guardaba sus papeles importantes.

—¿Quiénes son ustedes? ¡Salgan de mi casa! —grité con una voz que no reconocí como mía.

Uno de ellos, alto y flaco, se giró sorprendido. El otro, más bajo y robusto, me miró con desprecio.

—Tranquila, che —dijo el alto—. Solo estamos buscando unas cosas que nos encargaron.

—¡Mentira! ¡Esta es la casa de mi madre! —sentí las lágrimas arderme en los ojos.

El bajo se acercó un paso.—Mirá, nena, mejor andate antes de que te pase algo.

Temblando, marqué el 911 mientras retrocedía hacia la puerta. Los hombres salieron corriendo por la cocina antes de que pudiera decir una palabra más. Me quedé sola, temblando, con el teléfono en la mano y el corazón desbocado.

La policía llegó media hora después. Revisaron la casa y me dijeron lo que ya sabía: nadie cuida estas casas viejas, son un blanco fácil para los intrusos. Me aconsejaron que sacara todo lo valioso cuanto antes y que pensara en venderla.

Esa noche dormí en el sofá de la sala, abrazada a una foto de mamá. No podía dejarla sola otra vez. Soñé con ella: estaba sentada en su sillón favorito, tejiendo una bufanda para Camila y sonriendo como si nada malo pudiera pasar jamás.

Al día siguiente llegó mi tía Rosa. Apenas cruzó la puerta empezó a rezongar:

—Te dije que esto iba a pasar, Mariana. Si no venís más seguido, cualquiera puede entrar acá y hacer lo que quiera.

—No puedo hacerlo sola —le respondí—. Camila no quiere venir y yo… yo tampoco quiero estar aquí.

Rosa suspiró y me abrazó fuerte.—Somos familia, m’hija. Hay que cuidar lo poco que nos queda.

Pasamos el día revisando cajas, separando ropa para donar y guardando cartas viejas. Cada objeto era una puñalada: el delantal manchado de salsa, los cuadernos con recetas escritas a mano, las fotos amarillentas de cuando éramos chicas y mamá aún reía sin miedo al futuro.

Al caer la tarde escuchamos voces afuera. Miramos por la ventana: eran los hijos de doña Teresa, la vecina de al lado. Venían a avisar que también habían tenido problemas con intrusos; alguien había intentado forzar su puerta hacía unos días.

—El barrio ya no es seguro —dijo uno de ellos—. Los chicos se van a Buenos Aires o a Chile buscando trabajo y acá solo quedamos los viejos y las casas vacías.

Sentí una rabia sorda crecerme en el pecho. ¿Por qué teníamos que abandonar nuestros recuerdos por miedo? ¿Por qué nadie podía ayudarnos?

Esa noche discutí con Camila por teléfono:

—No entiendo cómo podés ser tan fría —le reproché—. ¡Es nuestra casa!

—¿Y qué querés que haga? —me gritó—. ¡No puedo volver ahí! ¡No quiero ver cómo todo se desmorona!

Colgué llorando. Me sentí más sola que nunca.

Los días siguientes fueron una mezcla de nostalgia y terror: cada vez que escuchaba un ruido afuera pensaba que los intrusos habían vuelto; cada vez que encontraba algo de mamá sentía que ella estaba ahí conmigo, cuidándome desde algún lugar donde ya no hay miedo ni soledad.

Un domingo por la mañana encontré una carta escondida entre las páginas de una Biblia vieja. Era para nosotras:

“Mis hijas queridas: Si algún día leen esto es porque ya no estoy con ustedes. No peleen por esta casa ni por mis cosas; lo único importante es que sigan juntas y se cuiden siempre.”

Lloré hasta quedarme sin fuerzas. Llamé a Camila y le leí la carta entre sollozos. Ella también lloró al otro lado del teléfono.

—¿Qué vamos a hacer ahora? —me preguntó con voz temblorosa.

—No lo sé —le respondí—. Pero no quiero perderte a vos también.

Esa tarde decidimos vender la casa. No fue fácil; cada rincón guardaba un pedazo de nuestra infancia, cada grieta era una herida abierta. Pero entendimos que aferrarnos al pasado solo nos hacía daño.

El día que entregamos las llaves lloramos juntas en el umbral. Nos prometimos no dejar nunca más que el miedo o la tristeza nos separaran.

Hoy vivo en un departamento pequeño con Camila. A veces extraño el olor a jazmín del jardín de mamá o el sonido del viento entre los árboles viejos del barrio. Pero aprendí algo importante: los recuerdos no viven en las paredes ni en los muebles; viven en nosotras, en cada abrazo, en cada risa compartida.

¿Vale la pena arriesgarlo todo por aferrarse a un lugar vacío? ¿O es mejor soltar para poder seguir adelante? ¿Ustedes qué harían si estuvieran en mi lugar?