¿Te quedarás conmigo para siempre?

—¿Por qué llegas tan tarde, Julián? —pregunté, sin apartar la vista de los bisteces que chisporroteaban en la sartén. El aroma a ajo y cebolla llenaba la cocina, pero mi estómago estaba hecho un nudo. Afuera, el sol se ocultaba tras los cerros de nuestro pueblo en Michoacán, tiñendo el cielo de naranja y violeta.

Julián entró sin responder, dejó caer las llaves sobre la mesa y se quedó parado en el umbral, con la mirada perdida. Sentí un escalofrío. No era la primera vez que llegaba así, pero esa noche había algo distinto en su silencio.

—¿Todo bien? —insistí, tratando de sonar casual mientras sacaba el pastel de manzana del horno. El vapor dulce me golpeó el rostro y por un instante quise creer que todo era normal.

Él suspiró hondo y se sentó pesadamente en la silla. —Tenemos que hablar, Mariana.

Mi corazón se detuvo. Las palabras más temidas por cualquier mujer. Dejé los platos sobre la mesa y me senté frente a él, limpiando mis manos en el delantal.

—¿Qué pasa?

Julián bajó la mirada. —No sé cómo decirte esto…

El reloj de pared marcaba las siete y media. Afuera, los perros ladraban y los niños jugaban a la pelota en la calle. Todo seguía igual, menos mi mundo.

—Dilo ya —susurré.

—Me voy, Mariana. Me voy con Lucía.

Sentí que el aire me faltaba. Lucía. La vecina, la amiga de mi hermana, la que venía a tomar café y a contarme sus penas. ¿Cómo no lo vi venir?

—¿Me estás dejando? —pregunté, con la voz quebrada.

Julián asintió, sin atreverse a mirarme a los ojos. —Lo siento… No quería que fuera así.

Las lágrimas me ardían en los ojos, pero no iba a llorar delante de él. Me levanté despacio y fui al fregadero. Lavé una manzana como si nada pasara, pero las manos me temblaban tanto que casi se me resbala.

—¿Y nuestros hijos? ¿Y todo lo que construimos? —le espeté, dándome vuelta.

—No sé… Lo resolveremos —balbuceó Julián.

En ese momento entró mi hijo menor, Emiliano, con las mejillas rojas por el juego. —¿Ya está la cena, mamá?

Julián se levantó de golpe. —Mejor me voy antes de que los niños se den cuenta…

Lo vi salir por la puerta sin mirar atrás. El sonido del motor alejándose fue como un trueno en mi pecho.

Esa noche no dormí. Escuché cada ruido de la casa: el tic-tac del reloj, el viento colándose por las rendijas, los sollozos ahogados de mi hija mayor, Valeria, que había escuchado todo desde la escalera.

Al día siguiente, el pueblo entero ya sabía lo sucedido. En lugares pequeños como este, las noticias vuelan más rápido que el viento. Doña Rosa vino temprano con un plato de tamales y una mirada llena de lástima.

—Ay, hija… Los hombres son así —dijo, sentándose a mi lado sin pedir permiso—. Pero tú eres fuerte. No te vayas a dejar caer.

Asentí en silencio. No tenía fuerzas para discutir ni para llorar más.

Los días pasaron lentos y pesados. Los niños preguntaban por su papá y yo inventaba excusas: que estaba trabajando lejos, que pronto volvería. Pero Valeria no era tonta; me miraba con esos ojos grandes y tristes que heredó de Julián.

Una tarde, mientras lavaba ropa en el patio, escuché voces al otro lado de la barda. Era Lucía, riendo con sus amigas. Sentí rabia y vergüenza al mismo tiempo. ¿Cómo podía ella seguir su vida como si nada?

Mi hermana Ana vino a verme esa noche. Se sentó en mi cama y me abrazó fuerte.

—No estás sola, Mariana —me susurró al oído—. Vamos a salir adelante juntas.

Pero yo no quería lástima ni compasión. Quería respuestas. Quería saber en qué momento mi vida se había desmoronado sin que yo lo notara.

Una semana después recibí una carta de Julián. Decía que quería ver a los niños los domingos y que esperaba que yo entendiera su decisión. Ni una palabra de disculpa ni de remordimiento.

Rompí la carta en mil pedazos y los tiré al fuego.

El dinero empezó a escasear pronto. Julián dejó de depositar para la despensa y tuve que buscar trabajo en la panadería del centro. Las jornadas eran largas y el sueldo apenas alcanzaba para lo básico.

Una tarde, mientras acomodaba bolillos en las charolas calientes, entró Lucía al local. Me miró directo a los ojos y sonrió con descaro.

—Espero que no me guardes rencor —dijo en voz baja—. Julián siempre fue mío.

Sentí ganas de lanzarle una charola encima, pero me contuve. No iba a rebajarme a su nivel.

—Quédate con él —le respondí—. Yo ya no quiero nada que venga de ustedes.

Esa noche lloré hasta quedarme dormida abrazando a mis hijos. Ellos eran lo único verdadero que tenía.

Con el tiempo aprendí a vivir sin Julián. Aprendí a reír otra vez con mis amigas en la plaza, a disfrutar los domingos en familia aunque faltara alguien en la mesa. Mis hijos crecieron fuertes y valientes; Valeria empezó a ayudarme en la panadería y Emiliano se convirtió en mi mayor alegría con sus travesuras.

Un día cualquiera, mientras barría el local antes de cerrar, entró un hombre alto y moreno con una sonrisa amable.

—Buenas tardes, ¿tiene pan dulce? —preguntó.

Era Andrés, el nuevo maestro del pueblo. Empezamos a hablar cada tarde; primero sobre el clima, luego sobre libros y sueños rotos. Poco a poco me di cuenta de que aún podía confiar en alguien más.

No fue fácil abrir mi corazón otra vez; el miedo al abandono seguía ahí como una sombra persistente. Pero Andrés fue paciente y cariñoso con mis hijos y conmigo.

Un año después de aquel día fatídico, celebramos juntos el cumpleaños de Emiliano bajo el árbol grande del patio. Por primera vez sentí paz.

A veces me pregunto si alguna vez podré perdonar del todo a Julián o si Lucía duerme tranquila por las noches. Pero aprendí que la vida sigue, aunque duela; que uno puede reconstruirse desde las cenizas si tiene amor propio y gente buena alrededor.

¿Ustedes creen que es posible volver a confiar después de una traición así? ¿O hay heridas que nunca sanan del todo?