Todo tenía que pasar así: La historia de Kinga y el peso de las expectativas

—¿Y entonces, Kinga? ¿Para cuándo la boda? —La voz de doña Lupita me sacude como un trueno en la tarde calurosa del pueblo. Estoy parada junto a mi madre, Bronisilda, frente a la tienda de don Ernesto, con el sol pegando fuerte sobre nuestras cabezas y el olor a pan dulce flotando en el aire.

Mi madre se endereza, como si la pregunta fuera un ataque directo a su honor.

—Dios mediante, Lupita. Pero no creas que mi hija se va a ir con cualquiera. Kinga es una muchacha decente, estudiosa. No necesita apurarse —responde mi mamá, con esa mezcla de orgullo y desafío que sólo ella sabe usar.

Yo bajo la mirada, sintiendo cómo las palabras me pesan en los hombros. No es la primera vez que escucho esa pregunta. En este pueblo, donde todos se conocen y los chismes vuelan más rápido que el viento, ser mujer soltera a los veintisiete años es casi un pecado.

—Pues ya ves, Bronisilda, que los años no pasan en vano. Mira que luego se quedan para vestir santos —insiste doña Lupita, con esa sonrisa venenosa que esconde más juicio que cariño.

Mi madre no responde. Solo me toma del brazo y me jala hacia adentro de la tienda. Mientras caminamos entre los estantes de arroz y frijol, siento su mano temblar levemente.

—No les hagas caso, hija —me susurra—. Tú vales mucho más que todo eso.

Pero yo sé que esas palabras no son del todo sinceras. Por las noches, cuando cree que duermo, la escucho rezar bajito, pidiéndole a la Virgen que me mande un buen hombre. A veces llora en silencio, creyendo que no la oigo.

Desde niña he sentido ese peso. Mi papá nos dejó cuando yo tenía cinco años. Se fue con otra mujer a Monterrey y nunca más supimos de él. Mi mamá se partió el lomo para sacarme adelante: limpiaba casas ajenas, vendía tamales los domingos y hasta aprendió a coser para hacerme los uniformes de la secundaria.

Siempre me decía: “Tú vas a ser diferente, Kinga. Vas a estudiar, vas a tener una vida mejor”. Y yo le creí. Me refugié en los libros, en las historias de mujeres valientes que rompían moldes y cruzaban fronteras. Soñaba con irme a la ciudad, estudiar literatura y escribir novelas.

Pero aquí estoy, trabajando en la biblioteca del pueblo porque no hubo dinero para más. Cada vez que paso por la plaza y veo a mis excompañeras con sus hijos en brazos y sus maridos tomando cerveza en las bancas, siento una mezcla de alivio y culpa.

Una tarde, mientras acomodo unos libros donados por la parroquia, entra Javier. Es el hijo del panadero, un muchacho callado pero amable. Se acerca al mostrador con un libro de poesía en la mano.

—¿Me lo prestas? —pregunta tímido.

Le sonrío y le hago el registro. Nos quedamos platicando un rato sobre Benedetti y Sabines. Por primera vez en mucho tiempo siento que alguien me ve más allá del “para cuándo la boda”.

Esa noche le cuento a mi mamá sobre Javier. Sus ojos brillan con una esperanza casi infantil.

—¿Y qué te dijo? ¿Te invitó a salir? —pregunta ansiosa.

—No mamá, solo hablamos de libros —respondo, tratando de ocultar mi incomodidad.

—Pues deberías invitarlo a cenar. Mira que no todos los días se aparece un muchacho decente por aquí.

Sus palabras me duelen porque sé que detrás hay miedo: miedo a quedarse sola, miedo a que yo repita su historia de abandono.

Los días pasan y Javier sigue visitando la biblioteca. Un día me invita a caminar por el río. Hablamos de todo: de nuestros sueños, de lo difícil que es salirse del camino marcado por otros.

—A veces siento que no pertenezco aquí —le confieso—. Que todos esperan algo de mí que yo no quiero darles.

Javier asiente.

—A mí también me pasa. Mi papá quiere que me quede con la panadería, pero yo quiero estudiar música en Guadalajara.

Nos miramos en silencio, entendiendo sin palabras el peso de las expectativas familiares.

Una tarde llego a casa y encuentro a mi mamá hablando con doña Lupita en la sala. Cuando entro, ambas se callan de golpe.

—¿Qué pasa? —pregunto.

Mi mamá se levanta y me toma las manos.

—Hija… doña Lupita tiene un sobrino que acaba de llegar de Estados Unidos. Dice que es buen muchacho, trabajador…

Siento cómo la rabia me sube por dentro.

—¿Otra vez lo mismo? ¿Por qué siempre quieren decidir por mí?

Doña Lupita pone cara ofendida.

—Mira Kinga, una mujer sola no es bien vista aquí. Tu mamá solo quiere lo mejor para ti.

Me encierro en mi cuarto y lloro hasta quedarme dormida. Siento que nunca seré suficiente para mi madre ni para este pueblo.

Al día siguiente decido hablar con Javier. Le cuento todo lo que siento: el miedo, la rabia, las ganas de huir pero también el amor por mi madre y mi tierra.

—¿Y si nos vamos juntos? —me pregunta Javier—. Podemos empezar de cero en otro lugar.

La idea me asusta pero también me llena de esperanza. Esa noche hablo con mi mamá. Le explico mis sueños, mis miedos y mi deseo de ser libre.

Llora mucho pero al final me abraza fuerte.

—Solo quiero verte feliz, hija —me dice entre sollozos—. Perdóname si te he hecho sentir menos por no cumplir con lo que todos esperan.

Al final decido quedarme un tiempo más. No por miedo ni por obligación, sino porque quiero ayudar a mi mamá a sanar sus propias heridas antes de buscar mi propio camino.

A veces me pregunto si algún día podré romper este ciclo de expectativas y vivir mi vida según mis propios deseos. ¿Cuántas mujeres más estarán atrapadas entre lo que quieren ser y lo que otros esperan de ellas? ¿Ustedes también han sentido ese peso alguna vez?