Tres bajo el mismo techo: una historia de desarraigo y esperanza

—¿Así que esto es todo? —pregunté, con la voz quebrada, mientras el funcionario del Instituto de Vivienda me entregaba las llaves de un cuarto diminuto en el albergue estatal de la Avenida Independencia. No podía creerlo. Después de cuarenta años viviendo en mi departamento de San Telmo, donde vi crecer a mis hijos, donde lloré la muerte de mi esposo, donde cada rincón tenía mi historia… ahora debía compartir una habitación con dos desconocidas.

El funcionario, un tal señor Ramírez, ni siquiera me miró a los ojos. —Es lo que hay, señora González. El desalojo fue ordenado por el juzgado. No hay vuelta atrás. Si quiere apelar, puede hacerlo, pero… —hizo una pausa incómoda—, no le recomiendo ilusionarse.

Sentí que el piso se abría bajo mis pies. ¿Cómo había llegado a esto? ¿En qué momento la vida me arrebató todo?

Entré al cuarto arrastrando mi valija azul, esa que compré para el viaje a Mendoza con mi difunto Ernesto. El olor a humedad me golpeó primero; después, la visión de dos camas ya ocupadas por bultos y ropas ajenas. Una mujer de cabello canoso y mirada dura me observaba desde su rincón.

—¿Vos sos la nueva? —preguntó sin levantarse.

—Sí… Mariela González —respondí, intentando sonreír.

—Yo soy Rosa Méndez. Aquella es Lucía, pero ahora está trabajando. —Señaló la cama junto a la ventana, cubierta por una colcha floreada.

Me senté en la única cama libre y sentí las lágrimas arderme en los ojos. No podía llorar delante de esa mujer. No quería parecer débil.

Esa noche casi no dormí. Escuchaba los ronquidos de Rosa, los autos pasando por la avenida, el murmullo lejano de otras voces en el pasillo. Pensé en mis hijos: Martín, que vive en Córdoba y apenas me llama; Julieta, que se fue a España buscando un futuro mejor. ¿Por qué no podían ayudarme? ¿Por qué estaba sola?

Al día siguiente conocí a Lucía. Era joven, tendría unos treinta y cinco años, piel morena y ojos vivaces. Trabajaba limpiando casas por horas y estudiaba enfermería por las noches. Me saludó con una sonrisa cálida.

—No se preocupe, doña Mariela. Acá todas estamos igual. Nadie quiere estar en este lugar, pero… hay que aguantar.

La rutina era dura: baños compartidos con otras veinte mujeres, horarios estrictos para usar la cocina común, peleas por la limpieza o por quién dejaba la luz encendida. Rosa era la más conflictiva; se quejaba de todo y a veces gritaba por las noches, presa de recuerdos que no quería compartir.

Una tarde, mientras lavaba mi ropa en el patio del albergue, escuché a dos mujeres discutir acaloradamente:

—¡Vos siempre te creés mejor porque tenés hijos afuera! —gritó una.

—¡Al menos los míos no me abandonaron! —respondió la otra.

Sentí una punzada en el pecho. ¿Eso pensaban de mí? ¿Que mis hijos me habían abandonado? ¿Era cierto?

Los días pasaban lentos. Salía a buscar trabajo como podía: ofrecía costuras, vendía empanadas en la esquina del hospital. A veces lograba juntar unas monedas para comprarme un alfajor y recordar tiempos mejores.

Una noche, Rosa explotó. Tiró su taza contra la pared y gritó:

—¡Estoy harta! ¡No soporto más este encierro! ¡Quiero volver a mi casa!

Lucía intentó calmarla:

—Tranquila, Rosa… todas estamos mal…

—¡Vos no sabés nada! ¡Sos joven! ¡A vos todavía te queda vida por delante!

Me acerqué despacio y le toqué el hombro.

—Rosa… yo también perdí todo. Pero si nos peleamos entre nosotras va a ser peor.

Ella me miró con los ojos llenos de lágrimas. Por primera vez vi su fragilidad.

—¿Vos también tenías una casa? —susurró.

Asentí. Y esa noche hablamos hasta tarde: le conté de mi vida con Ernesto, de los domingos de asado con mis hijos, de las tardes de mate en el balcón. Ella me habló de su marido alcohólico, de su hija que se fue al norte y nunca volvió a llamarla.

Lucía nos escuchaba en silencio. Al final dijo:

—Yo nunca tuve casa propia. Siempre fui de acá para allá… Pero sueño con tener un cuartito para mí sola algún día.

A partir de esa noche algo cambió entre nosotras. Empezamos a cuidarnos: compartíamos el mate, nos turnábamos para limpiar, incluso reíamos juntas cuando alguna anécdota nos hacía olvidar por un rato nuestra situación.

Un día recibí una carta de Julieta desde Madrid:

“Mamá, sé que estás pasando un momento difícil. No puedo traerte conmigo ahora, pero te prometo que estoy ahorrando para ayudarte a salir de ahí. Te extraño todos los días.”

Lloré como una niña aferrada al papel. Rosa me abrazó sin decir palabra.

Poco después Lucía consiguió trabajo fijo en un geriátrico y pudo alquilarse una piecita cerca del trabajo. Nos abrazamos fuerte cuando se fue; sentí alegría por ella pero también miedo de quedarme sola con Rosa y mis recuerdos.

Los meses siguieron su curso. Aprendí a sobrevivir con poco; aprendí a valorar los pequeños gestos: una taza de café compartida, una charla al atardecer en el patio del albergue.

Un día recibí un llamado inesperado: Martín venía a visitarme desde Córdoba después de años sin vernos. Cuando llegó al albergue y vio mi realidad, se quedó mudo.

—Mamá… perdoname —dijo con lágrimas en los ojos—. No sabía que estabas tan mal…

Lo abracé fuerte. Por primera vez sentí que tal vez no estaba tan sola como pensaba.

Hoy sigo viviendo aquí, esperando que Julieta cumpla su promesa o que Martín pueda ayudarme a mudarme pronto. Pero ya no siento tanta rabia ni vergüenza. Aprendí que la vida puede quitarnos casi todo… menos la capacidad de empezar otra vez.

A veces me pregunto: ¿cuántas Marielas hay en este país? ¿Cuántas madres mayores terminan solas porque sus hijos se van o porque el sistema las olvida? ¿Qué harían ustedes si tuvieran que dejarlo todo y empezar desde cero?