¿Tú también sueñas conmigo?

—¿Tú también sueñas conmigo?—. La voz era grave, familiar y lejana, como un eco de mi infancia. Me quedé paralizada, con la bolsa de jitomates a medio vaciar sobre la mesa de la cocina. El vapor del agua hirviendo empañaba la ventana, pero el frío me caló hasta los huesos.

—¿Quién habla?— pregunté, aunque en el fondo ya lo sabía. Solo una persona podía decirme eso después de tantos años de silencio.

—Sabes quién soy, Mariana—. El silencio se estiró entre nosotros como una cuerda tensa. Afuera, los cláxones y el bullicio de la colonia Roma seguían su curso, indiferentes a mi temblor.

No había escuchado esa voz desde que tenía diecisiete años, cuando papá se fue de casa sin mirar atrás. Mamá decía que era mejor así, que los hombres como él solo traen dolor y promesas rotas. Pero yo nunca dejé de buscarlo en las caras de los desconocidos en el metro, en los bares donde tocaban boleros tristes, en cada hombre que olía a cigarro y café barato.

—¿Por qué llamas ahora?— murmuré, sintiendo cómo la rabia y la ternura se mezclaban en mi garganta.

—Porque no puedo dormir. Porque cada vez que cierro los ojos veo tu carita pegada al vidrio, esperándome. Porque ya no quiero huir más, Mariana.—

Me senté en la silla de plástico azul, esa que mamá siempre decía que era fea pero resistente. Miré mis manos: las mismas uñas cortas y los nudillos marcados que él tenía. ¿Cuántas veces imaginé este momento? ¿Cuántas veces soñé con gritarle todo lo que me dolía?

—¿Y qué esperas? ¿Que te perdone? ¿Que te invite a cenar como si nada?—

Escuché su respiración pesada al otro lado. Un camión pasó rugiendo por la avenida y sentí que el mundo entero se tambaleaba.

—No espero nada. Solo quería escucharte. Saber si alguna vez piensas en mí.—

Me reí, amarga.—Claro que pienso en ti. Cuando mamá llora por las noches y dice que todo sería diferente si tú estuvieras aquí. Cuando tengo miedo de enamorarme porque no quiero repetir tu historia. Cuando veo a los padres abrazando a sus hijas en el parque y siento un hueco en el pecho.—

El silencio volvió a caer. Pensé en colgar, pero algo me lo impidió. Quizá era esa parte de mí que todavía era una niña esperando respuestas.

—Estoy enfermo, Mariana.— Su voz se quebró.— No sé cuánto tiempo me queda.—

Sentí un nudo en el estómago. Recordé las veces que mamá decía: «Los hombres así siempre vuelven cuando ya no tienen nada más que perder». Pero yo no era mamá. Yo quería entender.

—¿Dónde estás?—

—En Iztapalapa, con tu tía Rosa.—

La última vez que vi a tía Rosa fue en un velorio, hace años. Ella me abrazó fuerte y me susurró: «Tu papá te quiere, aunque no sepa cómo demostrarlo».

—¿Por qué te fuiste?— pregunté al fin, con la voz temblorosa.

Escuché un sollozo ahogado.—Porque tenía miedo. Porque no sabía cómo ser padre ni esposo. Porque crecí sin nadie que me enseñara a quedarme.—

Las palabras me golpearon como una ola fría. Pensé en mi hermano menor, Emiliano, que siempre preguntaba por papá cuando era niño y ahora finge que no le importa.

—Emiliano está bien— dije, adivinando su siguiente pregunta.— Estudia ingeniería y trabaja en una taquería los fines de semana. Mamá sigue vendiendo tamales afuera del metro.—

Él suspiró.—Siempre fueron más fuertes sin mí.—

No supe qué responderle. La verdad era que sí, sobrevivimos sin él, pero nunca fuimos completos.

—¿Quieres verme?— pregunté al fin.

—Solo si tú quieres.—

Miré alrededor: la cocina pequeña, las fotos viejas pegadas con imanes en el refrigerador, el olor a cilantro fresco y pan dulce. Todo lo que éramos estaba ahí, menos él.

—Dame tiempo.— colgué antes de escuchar su respuesta.

Esa noche no pude leer ni tomar mi té. Me senté junto a mamá mientras veía su novela y le tomé la mano sin decir nada. Ella me miró sorprendida y luego sonrió triste, como si supiera lo que pasaba por mi cabeza.

Los días siguientes fueron un torbellino de recuerdos: cumpleaños sin pastel, Navidades con sillas vacías, peleas por dinero y promesas incumplidas. Pero también recordé las pocas veces que papá me llevó al parque a volar papalotes o cuando me enseñó a bailar cumbia en la sala.

Una semana después tomé el metro rumbo a Iztapalapa. El barrio olía a tortillas recién hechas y gasolina. Tía Rosa me recibió con un abrazo apretado y lágrimas en los ojos.

Papá estaba en una cama improvisada en la sala, más flaco y viejo de lo que recordaba. Sus ojos seguían siendo los mismos: grandes, tristes y llenos de culpa.

Nos miramos largo rato sin hablar. Al final me senté junto a él y le tomé la mano.

—No sé si puedo perdonarte todavía— le dije.— Pero estoy aquí.—

Él lloró en silencio mientras yo sentía cómo el peso del pasado empezaba a hacerse más ligero.

Ahora, mientras escribo esto desde mi cuarto, pienso: ¿Cuántos de nosotros cargamos heridas familiares que nunca sanan? ¿Vale la pena abrirle la puerta al pasado para intentar curarlas? ¿O es mejor seguir adelante sin mirar atrás?