Un Año Sin Visitas y un Llamado Inesperado: El Verdadero Motivo de la Llegada de Don Ernesto

—¿Por qué ahora? —me pregunté mientras veía a Don Ernesto parado en la puerta, con su maleta vieja y el sombrero apretado entre las manos. Jessica, mi esposa, se quedó inmóvil a mi lado. Sus ojos, grandes y oscuros, no sabían si brillar de alegría o empañarse de resentimiento. Hacía un año que no sabíamos nada de él. Ni una llamada para Navidad, ni un mensaje para el cumpleaños de su hija. Nada. Y ahora, ahí estaba, en nuestro diminuto departamento de la colonia Narvarte, con el rostro cansado y una sonrisa forzada.

—Buenas noches, hijita… —dijo Don Ernesto, su voz temblando como si le costara pronunciar cada palabra—. ¿Puedo pasar?

Jessica asintió en silencio. Yo me hice a un lado, sintiendo cómo el aire se volvía más denso en la sala. El televisor seguía encendido, mostrando una telenovela que nadie veía. El olor a sopa instantánea flotaba en el ambiente. Todo era tan cotidiano y, a la vez, tan extraño.

Don Ernesto se sentó en el sillón con un suspiro largo. Miró alrededor como si buscara algo familiar en ese espacio apretado que apenas podíamos pagar con nuestros sueldos de oficinistas. Jessica se sentó frente a él, cruzando los brazos.

—¿A qué viniste? —preguntó ella, sin rodeos.

Él bajó la mirada. Yo sentí el impulso de intervenir, pero me contuve. No era mi lugar. No todavía.

—Las cosas… no han ido bien —empezó Don Ernesto—. Perdí el trabajo hace meses. Me quedé sin casa… No quería preocuparlos, pero…

Jessica apretó los labios. Yo recordé todas las veces que ella había llorado por la ausencia de su padre: cuando nos casamos en una ceremonia sencilla porque no podíamos permitirnos más; cuando nació nuestro hijo Emiliano y Don Ernesto nunca apareció en el hospital; cuando cada llamada sin respuesta era una herida nueva.

—¿Y ahora sí te acuerdas de nosotros porque necesitas algo? —la voz de Jessica era un cuchillo afilado.

Don Ernesto asintió, derrotado.

—No tengo a dónde ir —susurró—. Pensé que… tal vez podría quedarme unos días.

El silencio se hizo pesado. Yo miré a Jessica, buscando alguna señal. Ella respiró hondo y se levantó.

—Te quedas en el sofá —dijo finalmente—. Pero no me pidas que te perdone tan fácil.

Esa noche casi no dormí. Escuchaba los pasos de Don Ernesto en la sala, el crujido del sofá viejo cada vez que se movía. Pensaba en mi propio padre, muerto hace años en un accidente de camión en la carretera a Puebla. Pensaba en lo difícil que era ser hombre en este país: cargar con el peso del trabajo, las expectativas, los fracasos.

Los días siguientes fueron incómodos. Don Ernesto intentaba ayudar: lavaba los trastes, barría el piso, jugaba con Emiliano mientras nosotros trabajábamos. Pero Jessica apenas le dirigía la palabra. Yo trataba de mantener la paz, aunque por dentro sentía rabia y compasión al mismo tiempo.

Una tarde, mientras preparaba café instantáneo, Don Ernesto se me acercó.

—Gracias por dejarme quedarme —me dijo en voz baja—. Sé que no es fácil.

—No es mi decisión —respondí—. Pero Emiliano está feliz de tener un abuelo cerca… aunque sea por un rato.

Don Ernesto sonrió triste.

—No sé cómo arreglar las cosas con Jessica —confesó—. Me equivoqué mucho… Pero uno cree que siempre habrá tiempo para volver.

Me quedé pensando en eso mientras revolvía el café. ¿Cuántas veces había postergado yo mismo una llamada a mi madre? ¿Cuántas veces había dejado pasar los días sin decirle a Jessica cuánto la admiraba por su fortaleza?

Esa noche, después de cenar arroz con huevo —otra vez—, Jessica explotó.

—¿Por qué nunca estuviste cuando te necesitaba? —le gritó a su padre—. ¿Por qué siempre elegiste desaparecer?

Don Ernesto se quedó callado un momento. Luego se levantó y fue hasta la ventana.

—Cuando tu madre murió… yo no supe cómo seguir adelante —dijo finalmente—. Me refugié en el trabajo, en los amigos… en cualquier cosa menos en ti. Y cuando perdí todo… me dio vergüenza buscarte. Sentí que ya no tenía derecho.

Jessica lloró en silencio. Yo me acerqué y le tomé la mano bajo la mesa.

—No sé si puedo perdonarte —dijo ella entre sollozos—. Pero tampoco quiero seguir odiándote.

Don Ernesto asintió y salió al balcón a fumar un cigarro barato. Yo abracé a Jessica y sentí cómo temblaba entera.

Los días pasaron y poco a poco las cosas cambiaron. Don Ernesto consiguió trabajo como vigilante nocturno en una tienda cercana. Empezó a traer pan dulce para el desayuno y a contarle historias a Emiliano sobre su infancia en Veracruz: los mangos robados del árbol del vecino, las tardes jugando futbol con los primos bajo la lluvia.

Una tarde de domingo, mientras lavábamos ropa en el lavadero común del edificio, Jessica me miró con lágrimas en los ojos.

—No sé si algún día podré confiar del todo en él —me dijo—. Pero al menos Emiliano tendrá recuerdos bonitos de su abuelo…

Yo asentí y le besé la frente.

La vida siguió su curso: cuentas por pagar, sueños aplazados, risas y peleas cotidianas. Pero algo había cambiado en nosotros: aprendimos que el perdón no es un acto heroico ni inmediato; es un proceso lento y doloroso, lleno de dudas y pequeños gestos cotidianos.

A veces me pregunto si todos merecemos una segunda oportunidad o si hay errores que nunca se pueden reparar del todo. ¿Ustedes qué piensan? ¿Han tenido que perdonar o pedir perdón alguna vez? ¿Vale la pena intentarlo?