Un Aroma de Remordimiento: Cuando un Ambientador Casero Cambia Todo

—¡¿Qué demonios es ese olor?!— gritó mi hermana Mariana desde el pasillo, mientras yo intentaba tapar la puerta del baño con una toalla mojada. El hedor era tan fuerte que hasta el perro, Pancho, se negaba a entrar al departamento. Todo comenzó esa mañana, cuando me desperté con el mismo tufo rancio de siempre en el baño. Vivir en un edificio viejo en la colonia Narvarte tiene sus encantos, pero los caños no son uno de ellos.

Recordé un video que vi en TikTok: «Haz tu propio ambientador con vinagre, bicarbonato y unas gotitas de esencia de vainilla». Parecía fácil, barato y, sobre todo, prometía acabar con el olor a caño que me perseguía desde hacía semanas. Sin pensarlo mucho, mezclé los ingredientes en una botella de plástico y la coloqué detrás del inodoro. Al principio, todo parecía bajo control. El aroma a vainilla era agradable y hasta me sentí orgulloso de mi ingenio.

Pero a la hora, algo empezó a ir mal. Un burbujeo extraño salió de la botella y, antes de que pudiera reaccionar, una espuma marrón comenzó a desbordarse y a expandirse por el piso. El olor cambió: ya no era solo caño, ahora era una mezcla entre huevo podrido y perfume barato. Mariana llegó justo en ese momento, con su uniforme de enfermera y cara de pocos amigos.

—¡¿Qué hiciste ahora, Diego?! ¡Te dije que dejaras de experimentar!—

Intenté explicarle, pero el olor era tan insoportable que ambos tuvimos que salir corriendo al balcón. Desde ahí vimos cómo la espuma seguía avanzando como si tuviera vida propia. Mariana llamó a mamá por teléfono:

—Mamá, Diego volvió a hacer una de las suyas. Ahora el baño parece laboratorio de narcos.

Escuché la voz de mamá al otro lado: «¡Ese muchacho nunca aprende!». Sentí una punzada en el pecho. No era la primera vez que mis intentos por mejorar algo terminaban en desastre. Desde niño había sido así: cuando quise arreglar la licuadora, terminé electrocutando al gato; cuando intenté pintar mi cuarto, manché toda la sala.

El problema fue creciendo cuando los vecinos empezaron a tocar la puerta. Primero fue doña Rosa, la vecina del 302:

—Muchacho, ¿qué están cocinando? El olor llega hasta mi sala y tengo visita.

Luego apareció don Ernesto, el administrador del edificio:

—Si esto es una fuga de gas o algo tóxico, voy a tener que llamar a Protección Civil.

Me sentí acorralado. Mariana me miraba con esa mezcla de lástima y enojo que solo las hermanas mayores pueden perfeccionar. Yo solo quería ayudar, demostrar que podía hacer algo bien por una vez.

Decidí limpiar el desastre antes de que llegara más gente. Me puse guantes y mascarilla y entré al baño como si fuera un soldado entrando en zona de guerra. La espuma ya había manchado las paredes y el piso estaba resbaloso. Mientras fregaba, recordé a papá. Siempre decía: «Diego, no todo se arregla con inventos; a veces hay que aceptar las cosas como son». Pero yo nunca supe resignarme.

Cuando terminé de limpiar, estaba empapado en sudor y vergüenza. Mariana entró con una bolsa de carbón activado y empezó a poner pequeños recipientes por todo el departamento.

—Esto sí funciona— dijo sin mirarme—. No sé por qué te complicas tanto la vida.

No respondí. Me senté en el sillón y miré mis manos temblorosas. ¿Por qué siempre sentía esa necesidad de demostrar algo? ¿Por qué cada intento terminaba así?

Esa noche no pude dormir. Escuchaba los murmullos de los vecinos en el pasillo y sentía el peso del fracaso sobre mí. Pensé en irme del departamento, dejarle todo a Mariana y buscar suerte en otro lado. Pero entonces Pancho se subió a mi cama y me lamió la cara. Supe que no podía huir otra vez.

Al día siguiente, fui a pedir disculpas uno por uno a los vecinos. Algunos se rieron, otros me miraron con desconfianza. Doña Rosa me regaló un ramito de hierbabuena para el baño:

—A veces lo más sencillo es lo mejor, hijo.

Cuando llegué al departamento, Mariana estaba preparando café.

—¿Ya hiciste las paces con medio edificio?— preguntó con una sonrisa cansada.

—Sí… Y creo que aprendí la lección.

Nos quedamos en silencio un rato. Luego ella se acercó y me abrazó fuerte.

—No tienes que probarle nada a nadie, Diego. Solo sé tú mismo… pero por favor, deja los experimentos para YouTube.

Reímos juntos por primera vez en días. El olor del café llenó el aire y sentí que, después de todo, podía empezar de nuevo.

A veces me pregunto: ¿cuántas veces más tendré que equivocarme para aprender? ¿Y si nunca dejo de intentar arreglar lo que no está roto? ¿Ustedes también sienten esa necesidad de demostrar algo… aunque nadie se los pida?