Un Día en la Cocina: Cuando Mis Esfuerzos Chocaron con Su Orgullo
—¿Por qué te empeñas en hacer las cosas difíciles, Mariana? —La voz de Julián retumbó en la cocina, mezclándose con el aroma a cebolla frita y el vapor que empañaba la ventana.
Me quedé quieta, cuchillo en mano, sintiendo cómo el sudor frío me recorría la espalda. Había pasado todo el día cortando, batiendo y probando recetas que encontré en un viejo cuaderno de mi abuela. Quería sorprenderlo. Quería demostrarme —y demostrarle— que podía hacer algo especial para él, aunque no tuviera su talento ni su fama.
Pero ahora, con la mesa puesta y nuestros amigos esperando en el comedor, Julián había entrado a la cocina como un huracán. Sus ojos recorrían mis platos: ajíaco medio espeso, arepas doradas pero irregulares, y un postre de tres leches que parecía más sopa que pastel.
—No es tan difícil seguir una receta —insistió él, bajando la voz pero no la intensidad—. ¿Por qué no me pediste ayuda?
Sentí cómo se me quebraba algo adentro. No era la primera vez que Julián criticaba mi manera de hacer las cosas. Desde que abrió su restaurante en Chapinero y salió en televisión, todo lo que tocaba debía ser perfecto. Yo era su opuesto: torpe, lenta, insegura. Pero esa noche quería ser valiente.
—Porque quería hacerlo sola —le respondí, apenas un susurro—. Quería que vieras cuánto me importas.
Él suspiró y se pasó la mano por el cabello. Afuera, escuché las risas de Camila y Andrés, nuestros amigos de toda la vida. Mi corazón latía tan fuerte que temí que lo escucharan también.
—Mira —dijo Julián, suavizando el tono—. No quiero pelear. Pero si vas a cocinar para invitados, tienes que pensar en los detalles. El ajíaco está muy espeso, las arepas no tienen forma…
—¡No soy tú! —le grité antes de poder detenerme—. No soy chef. No estudié en París ni salgo en revistas. Solo quería hacer algo bonito para ti.
El silencio cayó como una losa entre nosotros. Sentí las lágrimas ardiendo en mis ojos, pero me negué a dejar que cayeran. Me di la vuelta y empecé a limpiar la encimera con movimientos torpes.
Julián se acercó despacio y puso una mano sobre mi hombro.
—Perdón —dijo en voz baja—. A veces olvido que no todo tiene que ser perfecto.
No respondí. Me limité a mirar el reflejo borroso de ambos en la ventana empañada: él alto y seguro; yo pequeña y temblorosa.
—¿Sabes? —continuó—. Cuando era niño, mi mamá quemaba hasta el arroz. Pero cada vez que cocinaba para nosotros, lo hacía con tanto amor que nadie se atrevía a criticarla.
Me giré para mirarlo a los ojos. Por primera vez en mucho tiempo, vi al Julián de antes: el muchacho que me conquistó con empanadas en la universidad, no el chef famoso.
—¿Y si servimos la cena juntos? —propuso—. Yo te ayudo con los detalles y tú me enseñas cómo lograste ese sabor tan especial en el ajíaco.
No pude evitar sonreír entre lágrimas. Asentí y juntos empezamos a arreglar los platos: él corrigiendo suavemente la textura del ajíaco con un poco más de caldo; yo decorando las arepas con queso rallado como hacía mi abuela.
Cuando salimos al comedor, Camila levantó su copa.
—¡Por Mariana! —brindó—. Porque solo ella logra que Julián se meta a la cocina sin gritarle a nadie.
Todos rieron y yo sentí cómo el peso en mi pecho se aligeraba. Durante la cena, Julián no dejó de elogiar mis platos frente a los demás. Incluso pidió la receta del postre para su restaurante (aunque todos sabíamos que era demasiado líquido para servirlo allí).
Esa noche, después de despedir a los amigos y lavar los platos juntos, Julián me abrazó por detrás mientras yo guardaba los restos del postre.
—Gracias por recordarme lo importante —susurró—. Cocinar es amor antes que técnica.
Me apoyé en su pecho y cerré los ojos. Pensé en todas las veces que me sentí menos por no ser como él; en todas las veces que quise rendirme antes de intentarlo siquiera.
¿De qué sirve buscar la perfección si olvidamos disfrutar el proceso? ¿Cuántas veces dejamos de hacer algo por miedo a no estar a la altura de quienes amamos?
Tal vez hoy no gané una estrella Michelin… pero gané algo mucho más valioso: la certeza de que el amor verdadero se cocina con paciencia y humildad.