Un huevo, dos silencios: la historia de Mariana y Tomás

—¿Por qué te comiste mi huevo? —La voz de Tomás retumbó en la cocina, rompiendo el silencio de la mañana como un trueno inesperado. Yo estaba de espaldas, lavando mi taza, y sentí cómo el agua caliente me quemaba las manos, pero no me moví. No era el huevo. Nunca era solo el huevo.

Veinte años juntos. Veinte años compartiendo el mismo apellido, el mismo colchón, la misma ruta al trabajo en el microbús 23. Y ahora, después de todo ese tiempo, teníamos refrigeradores separados. Ollas separadas. Hasta la sal, cada quien tenía su frasco. Así de lejos habíamos llegado.

—No sabía que era tuyo —le respondí, sin mirarlo. Mi voz sonó más fría de lo que sentía. En realidad, sí lo sabía. Había visto cómo Tomás lo guardó la noche anterior, con ese cuidado casi ritual que le ponía a las pocas cosas que aún le importaban.

Él suspiró fuerte, como si quisiera expulsar veinte años de frustraciones en un solo aliento. —Siempre igual, Mariana. Siempre te adueñas de todo.

Me mordí el labio para no contestar. No era el huevo. Era la suma de todas las veces que no hablamos, de todas las noches en que nos dimos la espalda en la cama, fingiendo dormir para no tener que decirnos nada. Era la rutina que nos fue apagando, como una vela olvidada en un cuarto cerrado.

Recuerdo cuando nos conocimos en la universidad de San Salvador. Tomás era el alma de las fiestas, yo la tímida que prefería leer en la biblioteca. Nos enamoramos rápido, como si el mundo fuera a acabarse al día siguiente. Nos casamos con la bendición de nuestras madres —la mía llorando de emoción, la suya preocupada porque yo no sabía hacer pupusas— y nos mudamos a este apartamento pequeño en Soyapango, donde cada rincón guarda un pedazo de nuestra historia.

Al principio todo era fácil. Reíamos por cualquier cosa: por el arroz quemado, por los vecinos chismosos, por los sueños imposibles que compartíamos bajo las sábanas viejas. Pero luego llegaron los problemas: el dinero que nunca alcanzaba, los hijos que nunca llegaron, los trabajos mediocres y las promesas rotas.

La primera vez que discutimos fuerte fue por una tontería: él quería ver el partido del Águila y yo necesitaba silencio para estudiar para mi maestría. Gritamos tanto que los vecinos tocaron la puerta para ver si todo estaba bien. Después de eso, aprendimos a callar. A tragarnos las palabras como pastillas amargas.

Con los años, el silencio se volvió nuestro idioma común. Hablábamos solo lo necesario: «¿Vas a salir?», «¿Compraste pan?», «¿Pagaste la luz?». Y así pasaron los días, uno tras otro, hasta que un día me di cuenta de que ya no recordaba la última vez que me había reído con Tomás.

El huevo fue solo la chispa que encendió todo lo que habíamos guardado bajo la alfombra.

—¿Sabes qué? —dije finalmente, dándome vuelta para mirarlo a los ojos—. No es por el huevo. Es porque ya no sé quién eres.

Tomás bajó la mirada. Sus manos temblaban ligeramente mientras sostenía su taza de café.

—Tampoco sé quién eres tú —admitió en voz baja.

Nos quedamos así, parados en medio de la cocina, rodeados de ollas separadas y recuerdos compartidos. Afuera, los gritos de los niños jugando en la calle me recordaban que alguna vez soñamos con tener una familia grande y ruidosa.

—¿En qué momento dejamos de intentarlo? —pregunté casi en un susurro.

Él se encogió de hombros.—No sé… Tal vez cuando dejamos de hablar.

El reloj marcaba las 7:15 y yo tenía que salir corriendo al trabajo en el hospital público. Me puse mi bata blanca y recogí mi lonchera —la mía, porque ahora cada quien preparaba su comida— y salí sin decir adiós.

En el bus, mientras veía pasar los murales coloridos y los vendedores ambulantes ofreciendo mangos con chile, pensé en todo lo que habíamos perdido por miedo a hablar. ¿Cuántas parejas como nosotros vivían así? ¿Cuántos matrimonios se sostenían solo por costumbre o miedo al qué dirán?

Esa noche llegué tarde a casa. Tomás ya estaba dormido —o fingía estarlo— cuando entré al cuarto. Me acosté a su lado y sentí el frío del espacio entre nosotros. Cerré los ojos y recordé la primera vez que me dijo «te amo», bajo una lluvia torrencial en el parque Cuscatlán.

Las lágrimas me sorprendieron. No por tristeza, sino por nostalgia de lo que fuimos y miedo de lo que éramos ahora.

Pasaron los días y seguimos igual: cada quien en su mundo, compartiendo solo el techo y las cuentas del banco. Hasta que una tarde encontré una nota pegada en mi refrigerador:

«Compré huevos para ti. Si quieres, podemos desayunar juntos mañana. Tomás».

Me quedé mirando esa nota mucho tiempo. Era solo una invitación sencilla, pero sentí que era un puente tendido sobre todos nuestros silencios.

Al día siguiente preparé café para dos y esperé a Tomás en la mesa. Cuando entró a la cocina, sonrió tímidamente y se sentó frente a mí.

—¿Te acuerdas cuando desayunábamos juntos todos los domingos? —preguntó él.

Asentí.—Sí… Y siempre peleábamos por quién hacía mejor los huevos revueltos.

Reímos suavemente, como si estuviéramos aprendiendo a hacerlo otra vez.

No resolvimos todos nuestros problemas ese día. Todavía había heridas abiertas y palabras pendientes. Pero ese desayuno fue diferente: hablamos del trabajo, de nuestros miedos, incluso de nuestros sueños olvidados.

A veces pienso que el amor no se acaba; solo se esconde detrás del miedo y la costumbre. Y basta un gesto pequeño —un huevo compartido— para empezar a buscarlo otra vez.

Ahora me pregunto: ¿cuántos silencios guardamos por miedo a herir o ser heridos? ¿Cuántas veces dejamos pasar la oportunidad de hablar antes de que sea demasiado tarde?