Un Paseo Bajo la Lluvia: El Día que Todo Cambió
—¿Vas a quedarte hasta tarde otra vez, Gerald? —preguntó Camila desde la cocina, su voz apenas audible entre el ruido de la licuadora y el noticiero de fondo.
No respondí de inmediato. Miré el reloj: las seis y media. Afuera, el cielo de Ciudad de México amenazaba con una tormenta. Sentí el peso de la rutina en los hombros, ese cansancio que no se quita ni con café ni con sueño. Desde que Camila empezó sus clases de cerámica, nuestras conversaciones se habían reducido a frases cortas y miradas esquivas.
—No lo sé —dije al fin—. Tal vez salga a caminar un rato después del trabajo.
Ella asintió sin mirarme, concentrada en su nueva escultura de barro. Me pregunté cuándo fue la última vez que salimos juntos, cuándo fue la última vez que me sentí parte de su mundo.
En la oficina, el ambiente era igual de predecible: risas ahogadas entre cubículos, el aroma a café recalentado y las pantallas llenas de hojas de cálculo. Mis compañeros —casi todas mujeres— hablaban de sus hijos, sus parejas o los chismes del edificio. Yo era el tipo callado, el que siempre decía «sí» a todo y nunca contaba nada personal.
Ese día, Victoria llegó tarde. Era nueva, venía de Monterrey y tenía una energía que contrastaba con mi apatía. Se sentó frente a mí y, tras unos minutos de silencio incómodo, me lanzó una pregunta inesperada:
—¿Te gustaría salir a caminar después del trabajo? Dicen que hay una panadería buenísima a unas cuadras.
Me sorprendió. Dudé. No quería dar pie a malentendidos, pero tampoco quería volver a casa tan pronto y enfrentar el silencio de Camila.
—Claro —respondí, más por inercia que por entusiasmo.
A las siete salimos juntos. El aire olía a tierra mojada y los primeros relámpagos iluminaban el cielo. Caminamos en silencio hasta que Victoria rompió el hielo:
—¿Siempre eres tan serio?
Me reí, incómodo.
—Supongo que sí. No soy muy bueno para las charlas ligeras.
—¿Y para las profundas?
La miré sorprendido. Había algo en su mirada que invitaba a confiar.
—Hace tiempo que no tengo una conversación profunda con nadie —admití.
Victoria asintió, como si entendiera más de lo que decía.
—A veces uno se acostumbra tanto a la rutina que olvida quién es realmente —dijo—. Yo vine aquí buscando algo nuevo porque sentía que me estaba apagando en Monterrey.
La panadería estaba cerrada por la tormenta, así que nos refugiamos bajo un toldo. La lluvia caía con fuerza y la gente corría buscando taxis o paraguas improvisados.
—¿Y tú? —preguntó Victoria—. ¿Qué buscas?
Me quedé pensando. ¿Qué buscaba? ¿Recuperar mi matrimonio? ¿Volver a sentirme vivo? ¿O simplemente escapar un rato?
—No lo sé —dije al fin—. Siento que todo se ha vuelto gris últimamente. Mi esposa está en otra sintonía, mis amigos ya no tienen tiempo…
Victoria sonrió con tristeza.
—A veces hay que perderse para encontrarse —susurró.
La lluvia amainó y seguimos caminando. Hablamos de todo: de nuestros miedos, de los sueños postergados, de cómo la vida puede cambiar en un instante. Me contó que había dejado una relación tóxica y que temía volver a caer en lo mismo. Yo le hablé de Camila, de cómo nos habíamos enamorado bailando cumbia en una fiesta universitaria y cómo ahora apenas nos reconocíamos.
Al llegar al metro, nos despedimos con un abrazo torpe pero sincero. Sentí algo removerse dentro de mí: una mezcla de nostalgia y esperanza.
Esa noche, al llegar a casa, encontré a Camila dormida en el sofá, con las manos manchadas de barro y una sonrisa tranquila en los labios. Me senté a su lado y la observé largo rato. Pensé en todo lo que no habíamos dicho, en las caricias ausentes y los silencios llenos de reproches no expresados.
Al día siguiente, Victoria me saludó con un gesto cómplice desde su escritorio. Noté que mis compañeras me miraban diferente; tal vez porque por primera vez en mucho tiempo llegué sonriendo.
Esa semana cambiaron pequeñas cosas: empecé a salir a caminar solo después del trabajo, llamé a mi amigo Luis para tomar un café y le conté cómo me sentía realmente. Con Camila, intenté hablar más allá del «¿cómo te fue?»; le pregunté sobre su cerámica, le propuse ir juntos al parque los domingos.
No fue fácil. Hubo discusiones, lágrimas y silencios incómodos. Pero también risas nuevas y miradas cómplices como las de antes.
Un viernes por la noche, mientras cenábamos tacos al pastor en la esquina, Camila me tomó la mano y dijo:
—Gracias por no rendirte con nosotros.
Sentí un nudo en la garganta. Pensé en Victoria, en ese paseo bajo la lluvia que me obligó a mirar mi vida desde otro ángulo.
A veces basta un pequeño paso fuera de la rutina para descubrir todo lo que hemos perdido… o lo que aún podemos recuperar.
¿Será que todos necesitamos perdernos un poco para reencontrarnos? ¿Cuántos estamos viviendo en piloto automático sin darnos cuenta? ¿Y tú… te atreverías a dar ese primer paso?