Un regalo inesperado en el ascensor: la historia de Artur, Valeria y Sofía

—¿Vas al trabajo? —La voz aguda de la niña rompió el silencio del ascensor, mientras yo, con la bufanda apretada hasta la nariz, apenas podía articular palabra.

Era una mañana helada de julio en Buenos Aires. El ascensor olía a humedad y a café frío. Yo, Artur, con el portafolio bajo el brazo y la cabeza llena de pendientes, no esperaba nada más que llegar a tiempo a la oficina. Pero ahí estaban ellas: una mujer joven, Valeria, con un abrigo gris gastado y el rostro cansado, y su hija Sofía, de unos cinco años, con los ojos más grandes y azules que jamás había visto.

—Sí, voy al trabajo —respondí, intentando sonreír. Sofía me miró como si acabara de decirle el secreto del universo.

—Mi mamá también va a trabajar, pero hoy no tiene dónde dejarme —dijo la niña, apretando la mano de Valeria.

Valeria bajó la mirada, avergonzada. Sentí un nudo en la garganta. Recordé a mi madre, luchando sola cuando mi papá se fue. Recordé los días en que yo era ese niño que preguntaba demasiado en los ascensores.

El ascensor se detuvo de golpe entre el tercer y cuarto piso. Las luces parpadearon. Sofía se aferró a su madre. Yo apreté el botón de emergencia.

—Tranquilas, seguro lo arreglan rápido —intenté tranquilizarlas, aunque mi corazón latía como un tambor desafinado.

El silencio se hizo pesado. Valeria suspiró.

—Perdón por las molestias… No quería que Sofi molestara —dijo en voz baja.

—No molesta —respondí rápido—. Es bueno escuchar una voz alegre en las mañanas.

Sofía sonrió y sacó una hoja arrugada de su bolsillo.

—Estoy escribiendo mi carta para Papá Noel —dijo—. ¿Vos también le escribís?

Me quedé helado. Hacía años que no pensaba en Papá Noel. Desde que mi padre se fue y mi madre dejó de poner regalos bajo el árbol, la Navidad era solo otra fecha en el calendario.

—Hace mucho que no le escribo —admití.

Sofía me miró como si acabara de confesar un crimen.

—Tenés que pedirle algo lindo —insistió—. Yo le pedí que mi mamá tenga trabajo todos los días y que no llore más cuando cree que duermo.

Valeria se puso roja y le acarició el pelo a su hija.

—Sofi…

—No pasa nada —intervine—. A veces los grandes también necesitamos ayuda.

El ascensor seguía sin moverse. Afuera se escuchaban voces y golpes metálicos. El frío se colaba por las rendijas.

Valeria temblaba. Saqué mi bufanda y se la ofrecí.

—Gracias —susurró—. No sé qué haría sin Sofi…

Me atreví a preguntar:

—¿Y el papá de Sofía…?

Ella tragó saliva.

—Se fue hace dos años. Dijo que iba a buscar trabajo a Córdoba y nunca volvió. Desde entonces todo es cuesta arriba…

Sentí rabia e impotencia. ¿Cuántas Valerias había en mi ciudad? ¿Cuántos niños como Sofía crecían esperando un milagro?

El tiempo pasó lento. Hablamos de todo: del barrio, del precio del pan, de los sueños rotos y los que aún quedaban por cumplir. Sofía dibujó corazones en su carta mientras yo recordaba mi infancia perdida.

Finalmente, el ascensor volvió a funcionar. Bajamos juntos al hall. Afuera lloviznaba y el viento cortaba la piel.

Valeria dudó antes de despedirse.

—Gracias por escuchar… No es fácil hablar con extraños.

—A veces los extraños entienden más que la familia —le respondí sin pensar.

Caminamos juntos hasta la parada del colectivo. Vi cómo Valeria abrazaba fuerte a Sofía antes de subir al 60 rumbo a Constitución. Me quedé parado bajo la lluvia, sintiendo una mezcla de tristeza y esperanza.

Esa noche no pude dormir. Pensé en mi madre, en las Navidades solitarias, en las cartas nunca enviadas. Pensé en Valeria y Sofía, luchando contra el frío y la indiferencia de una ciudad enorme.

Al día siguiente, bajé temprano con una bolsa llena de juguetes viejos y una caja de galletitas caseras. Esperé en el hall hasta verlas salir del ascensor.

—Esto es para ustedes —dije, sintiéndome ridículo pero sincero.

Valeria me miró sorprendida. Sofía saltó de alegría.

—¡Gracias! —gritó la niña—. ¡Ahora sí puedo escribirle a Papá Noel que ya tengo un regalo!

Valeria lloró en silencio mientras yo le daba un abrazo torpe.

Desde ese día empezamos a vernos seguido. Compartíamos mates en la plaza, charlábamos sobre la vida y nos apoyábamos en las pequeñas cosas: buscar trabajo, cuidar a Sofía cuando Valeria tenía entrevistas, reírnos de las desgracias cotidianas para no llorar tanto.

Poco a poco, esa familia improvisada me devolvió algo que creía perdido: la fe en las personas, en los gestos simples, en los regalos inesperados del destino.

Un año después, mientras armábamos juntos un arbolito de Navidad hecho con ramas recogidas del parque Lezama, Sofía me preguntó:

—¿Ahora sí le vas a escribir a Papá Noel?

La miré y sonreí:

—Creo que este año ya recibí mi regalo más grande: conocerlas a ustedes.

Valeria me tomó la mano y sentí que todo el dolor del pasado se volvía más liviano.

A veces me pregunto: ¿cuántos regalos del destino dejamos pasar por miedo o por costumbre? ¿Cuántas veces un simple encuentro puede cambiarlo todo?