Un sábado que lo cambió todo: La dignidad perdida en el supermercado
—¡Señora, por favor, muévase! —me gritó una joven detrás de mí, mientras yo rebuscaba, temblorosa, en mi bolso gastado. El sudor me corría por la frente y sentía la mirada impaciente de la cajera, los murmullos de la fila creciendo como un enjambre. Era sábado por la mañana en el Súper Ahorro de la avenida Mitre, y yo solo quería comprar pan, leche y unas manzanas para mi nieta Camila.
Pero mi billetera no estaba. No estaba. La busqué una y otra vez, vaciando el bolso sobre la cinta transportadora: pañuelos, caramelos, una foto arrugada de mi difunto esposo Ernesto… pero nada de dinero. Sentí cómo se me apretaba el pecho.
—¿Señora, va a pagar o no? —insistió la cajera, con voz cortante.
—Perdón… creo que me robaron… —musité, apenas audible.
En ese instante, todo cambió. El guardia de seguridad, un muchacho fornido llamado Rubén, se acercó con paso firme. —¿Qué pasó aquí? —preguntó, mirando a todos como si fuéramos sospechosos.
—No encuentro mi billetera —dije, sintiendo que las lágrimas me ardían en los ojos.
Rubén me miró de arriba abajo. —¿Está segura que no la dejó en casa? —preguntó, con ese tono que usan los jóvenes cuando creen que una está senil.
—¡No! La tenía aquí… estoy segura…
La gente empezó a impacientarse. Una señora mayor murmuró: —Siempre lo mismo con los viejos…
Sentí una punzada de rabia y vergüenza. Yo no era una ladrona ni una loca. Solo una abuela que quería terminar sus compras. Pero en ese momento, era invisible y sospechosa a la vez.
Rubén llamó al gerente por el altavoz. Pronto llegaron dos policías municipales. Me rodearon como si fuera una criminal.
—¿Su nombre? —preguntó uno de ellos, mientras el otro revisaba mi bolso con guantes de látex.
—María del Carmen González…
—¿Alguien la acompañaba? ¿Vio algo sospechoso?
Negué con la cabeza. Me sentía pequeña, humillada. Los clientes me miraban con lástima o desconfianza. Nadie se acercó a ayudarme.
De pronto, sentí un mareo. Todo giraba a mi alrededor. Me apoyé en el mostrador y escuché a lo lejos: —¡Llamen a una ambulancia!
Desperté en el suelo frío del supermercado, rodeada de paramédicos. Mi hija Lucía llegó corriendo, alarmada por las llamadas del gerente.
—¡Mamá! ¿Qué pasó? —gritó, arrodillándose a mi lado.
—Me robaron… o perdí la billetera… no sé…
Lucía me abrazó fuerte, pero su voz temblaba de enojo y vergüenza. —Siempre te digo que tengas cuidado… ¿Por qué no me escuchás?
Sentí que no solo había perdido mi billetera: había perdido mi dignidad ante todos, incluso ante mi propia hija.
Me llevaron al hospital para controlarme la presión. Mientras tanto, Lucía tuvo que pagar las compras y dar explicaciones a los policías y al gerente. Cuando regresamos a casa, el silencio era espeso.
Esa noche, Camila se acercó tímida a mi cuarto.
—Abu… ¿estás bien?
La abracé con fuerza. —Sí, mi amor… solo fue un mal día.
Pero no era solo eso. Al día siguiente, Lucía me miraba diferente. Me trataba como si fuera una niña torpe. Me escondía las llaves, revisaba mis cosas antes de salir.
—Mamá, tenés que aceptar que ya no podés andar sola —me dijo una tarde, mientras tomábamos mate en el patio.
—No soy una inútil —le respondí, con lágrimas en los ojos.
—No es eso… pero te puede pasar algo peor…
Sentí que el mundo se achicaba a mi alrededor. Mis amigas del club llamaron para saber cómo estaba. Algunas me contaron historias similares: robos en el colectivo, maltratos en bancos o supermercados.
—A nosotras ya nadie nos respeta —dijo Rosa por teléfono—. Somos invisibles hasta que molestamos.
Pasaron los días y nadie encontró mi billetera. Perdí mis documentos, el dinero de la jubilación y las fotos de Ernesto y Camila cuando era bebé. Pero lo peor fue perder la confianza en los demás… y en mí misma.
Un domingo por la tarde, Lucía organizó un almuerzo familiar. Mi hijo Pablo vino desde Rosario con sus hijos adolescentes. Todos hablaban de fútbol y política; nadie mencionó el incidente del supermercado. Pero yo sentía sus miradas furtivas cada vez que me levantaba o buscaba algo en mi bolso nuevo.
Después del postre, Pablo se acercó y me dijo en voz baja:
—Vieja… si necesitás ayuda con las cuentas o para salir a hacer trámites… avisame.
Sentí un nudo en la garganta. ¿Era esto lo que me esperaba? ¿Depender de mis hijos para todo?
Esa noche no pude dormir. Pensé en Ernesto y en cómo juntos enfrentábamos todo: las crisis económicas, los apagones, los saqueos del 2001. Pero ahora estaba sola frente a un mundo que parecía tener prisa por dejarme atrás.
Una tarde decidí salir sola al almacén del barrio. Caminé despacio por la vereda rota, saludando a los vecinos que apenas me devolvían el saludo. En el almacén, don Pedro me sonrió:
—¿Cómo anda doña María? Supe lo del súper… Qué feo lo que le hicieron pasar.
Sentí alivio al escuchar su voz amable. Compré pan y queso con las monedas que había encontrado en casa. Al salir, vi a una joven ayudando a su abuela a cruzar la calle. Pensé en Camila y en cómo algún día también ella crecería y tal vez olvidaría lo que significa ser vieja en este país.
Esa noche escribí una carta para mis hijos:
“Queridos Lucía y Pablo: Sé que se preocupan por mí y les agradezco todo lo que hacen. Pero necesito seguir siendo yo misma, aunque cometa errores o pierda cosas por el camino. No quiero vivir con miedo ni sentirme una carga para ustedes…”
No sé si alguna vez les daré esa carta. Pero escribirla me hizo sentir un poco más fuerte.
Hoy sigo saliendo sola cuando puedo. A veces tengo miedo; otras veces siento rabia por cómo nos tratan a los viejos en este país donde todo es urgente y nadie tiene tiempo para escuchar nuestras historias.
Me pregunto: ¿cuándo fue que dejamos de ser personas para convertirnos en estorbos? ¿Cuántos abuelos más tendrán que pasar vergüenza antes de que algo cambie?
¿Ustedes qué piensan? ¿Alguna vez sintieron esa soledad o esa impotencia? ¿Cómo podemos recuperar nuestra dignidad sin perder nuestra independencia?