Un Viaje que Cambió mi Destino: El Último Tren a Veracruz

—¡No te vayas, Diego! —gritó mi madre desde la puerta, su voz quebrada por el miedo y la costumbre.

Pero yo ya estaba en la acera, mochila al hombro, con los primeros rayos del sol colándose entre los árboles de la colonia. El aire olía a pan recién horneado y a café, pero también a despedida. No respondí. No podía. Si lo hacía, tal vez me arrepentiría y volvería a encerrarme en esa rutina que me estaba matando por dentro.

Me llamo Diego Ramírez. Tengo veintisiete años y, hasta esa mañana, nunca había salido de Xalapa. Mi vida era una sucesión de días iguales: trabajo en la papelería de Don Ernesto, cuidar a mi hermana menor, soportar los silencios de mi madre y las ausencias de mi padre. Pero esa mañana, mientras esperaba el tren a Veracruz, sentí que algo en mí se rompía y se reconstruía al mismo tiempo.

Saqué el libro de la mochila —»Pedro Páramo», de Juan Rulfo— y traté de perderme en sus páginas. Pero no podía concentrarme. El murmullo de la estación, los vendedores ambulantes ofreciendo tamales y atole, el llanto de un niño que no quería separarse de su abuela… Todo era demasiado real, demasiado presente.

—¿Primera vez que viajas solo? —preguntó una voz a mi lado.

Era una señora mayor, con el cabello recogido en un chongo apretado y los ojos llenos de historias. Asentí, sin mirarla directamente.

—A veces hay que irse para poder regresar —dijo ella, como si leyera mis pensamientos.

El tren llegó con su estruendo habitual. Subí sin mirar atrás. Busqué un asiento junto a la ventana y me dejé llevar por el traqueteo del vagón. Afuera, los campos de caña pasaban como recuerdos borrosos. Dentro de mí, una tormenta comenzaba a formarse.

No sabía exactamente por qué iba a Veracruz. Solo sentía que necesitaba escapar. Pero el destino tiene formas extrañas de ponernos frente a lo que más tememos.

A mitad del trayecto, recibí un mensaje de mi hermana Ana: «Mamá está mal. Papá volvió borracho. No sé qué hacer». Sentí un nudo en la garganta. Quise bajarme en la siguiente estación, regresar corriendo a casa y protegerla como siempre. Pero algo me detuvo. Tal vez era egoísmo, tal vez era instinto de supervivencia. Cerré los ojos y apreté el libro contra el pecho.

En Veracruz, la humedad me golpeó como una bofetada. Caminé sin rumbo por las calles del puerto, entre marineros y turistas, hasta que llegué al malecón. Me senté en una banca y dejé que el viento marino me despeinara los pensamientos.

—¿Te perdiste? —preguntó una voz juvenil.

Era Javier, un chavo moreno con sonrisa fácil y mirada inquieta. Nos pusimos a platicar. Me contó que trabajaba descargando pescado en el muelle y que soñaba con irse a Ciudad de México para estudiar música.

—¿Y tú? ¿Por qué viniste?

No supe qué responderle. ¿Cómo explicarle que huía de una casa rota, de un padre ausente y una madre cansada? ¿Cómo decirle que tenía miedo de convertirme en lo mismo?

Esa noche dormí en un hostal barato cerca del centro histórico. Soñé con mi infancia: mi padre riendo mientras me enseñaba a andar en bicicleta; mi madre cantando boleros mientras cocinaba; Ana jugando con muñecas en el patio. Desperté sudando frío, con el corazón hecho trizas.

Al día siguiente, Javier me llevó a conocer la ciudad. Caminamos por los callejones llenos de música y olor a mariscos fritos. Me sentí vivo por primera vez en años.

Pero la realidad no tarda en alcanzarte. Esa tarde recibí otro mensaje: «Papá se fue otra vez. Mamá está llorando. Te extraño».

Me senté en las escaleras del faro y lloré como no lo hacía desde niño. Javier se sentó a mi lado y no dijo nada. Solo puso su mano sobre mi hombro.

—A veces hay que romperse para poder reconstruirse —dijo finalmente.

Esa noche decidí buscar trabajo en Veracruz. No quería regresar aún. Conseguí empleo lavando platos en una fonda del centro. Los días pasaban lentos pero distintos: aprendí a preparar arroz a la tumbada, escuché historias de pescadores, vi atardeceres que parecían incendiar el cielo.

Pero cada noche, antes de dormir, leía los mensajes de Ana y sentía el peso de la culpa aplastándome el pecho.

Un día recibí una llamada inesperada: era mi madre.

—Diego… tu papá tuvo un accidente. Está en el hospital. Ana está muy asustada. Yo… yo no puedo sola —su voz era apenas un susurro.

Sentí que todo el aire se me escapaba del cuerpo. Javier me abrazó sin decir palabra.

Esa noche no dormí. Caminé por las calles vacías del puerto hasta que amaneció. Pensé en todo lo que había dejado atrás: mis miedos, mis sueños rotos, mi familia desmoronándose poco a poco.

Al día siguiente tomé el primer tren de regreso a Xalapa. El viaje fue silencioso, pesado como una condena.

Cuando llegué al hospital, vi a Ana dormida en una silla de plástico, abrazando una chamarra vieja mía. Mi madre tenía los ojos hinchados pero me sonrió al verme.

—Gracias por volver —susurró.

Entré al cuarto donde estaba mi padre. Lo vi tan frágil, tan distinto al hombre fuerte que recordaba de niño. Me miró con lágrimas en los ojos.

—Perdóname, hijo —dijo apenas audible—. No supe ser mejor padre.

No supe qué responderle. Solo le tomé la mano y sentí cómo todo el rencor se disolvía poco a poco.

Esa noche nos abrazamos los tres: mi madre, Ana y yo. Por primera vez en mucho tiempo sentí esperanza.

Ahora entiendo que uno no puede huir para siempre del dolor ni del pasado. Pero también sé que está bien buscarse lejos para poder encontrarse cerca.

¿Alguna vez han sentido que necesitan huir para poder regresar? ¿Es egoísmo pensar primero en uno mismo cuando todo se desmorona? Los leo.