Un viejo pincel y el silencio entre nosotros

—¿Otra vez con esas tonterías, Lucía? —La voz de mi madre retumbó en la cocina, cortando el silencio como un cuchillo. Yo tenía el pincel en la mano, temblando, con la pintura fresca aún en mis dedos. Afuera, la lluvia golpeaba el techo de chapa y el olor a humedad se mezclaba con el de la sopa hirviendo.

No respondí. ¿Qué podía decirle? Que ese viejo pincel, rescatado de la caja oxidada en la esquina del galpón de mi abuelo, era lo único que me hacía sentir viva. Que cada trazo sobre el cartón robado del supermercado era una pequeña victoria contra la gris rutina del barrio San Telmo. Pero no. Guardé silencio, como siempre.

Mi madre suspiró y se sentó frente a mí. —Lucía, hija, ¿cuándo vas a entender? El arte es para los que tienen tiempo y plata. Nosotros tenemos que trabajar. Mirá a tu hermano, ya está ayudando en la carnicería de Don Ernesto. ¿Y vos? ¿Vas a vivir de pintar?

Sentí una punzada en el pecho. Mi hermano Tomás tenía quince años y ya parecía resignado a una vida detrás del mostrador, cortando carne y escuchando los chismes del barrio. Yo tenía diecisiete y un miedo atroz a convertirme en una sombra más entre las paredes descascaradas de nuestra casa.

Esa noche, mientras todos dormían, me escabullí al galpón con una linterna y el pincel. Allí, entre herramientas viejas y telarañas, pinté mi primer retrato: el rostro de mi abuela Rosa, que siempre me decía que los sueños no se venden ni se compran. Lloré en silencio al terminarlo. Era como si ella me hablara desde el otro lado del tiempo.

Los días pasaron y la tensión creció. Mi madre empezó a esconderme los materiales, pero yo encontraba formas de seguir: usaba café para hacer acuarelas, carbón de la parrilla para dibujar sombras. Mi padre apenas hablaba; su silencio era más duro que cualquier reproche.

Una tarde, mientras pintaba en secreto en la terraza, Tomás subió sin hacer ruido. Me miró largo rato antes de decir:

—¿Por qué te empeñás tanto? Mamá va a enojarse más si te descubre.

—No puedo evitarlo —le respondí—. Es lo único que me hace sentir que soy algo más que esta vida.

Tomás bajó la mirada y murmuró:

—Ojalá yo tuviera algo así.

Esa noche me quedé pensando en sus palabras. ¿Cuántos sueños se habían perdido en mi familia por miedo o necesidad? ¿Cuántas veces habíamos aceptado el «no se puede» como una verdad absoluta?

Un sábado, mientras ayudaba a mi madre en la feria, vi un cartel: «Concurso de arte joven – Centro Cultural Barracas». El premio era una beca para estudiar pintura. Sentí un fuego en el pecho. Arranqué el papel y lo guardé en el bolsillo.

Esa semana fue un infierno. Pintaba a escondidas, usando pedazos de cartón y mezclando colores con lo poco que encontraba. Cuando terminé mi obra —una imagen de mi familia sentada a la mesa bajo una luz tenue— sentí que había puesto mi alma entera ahí.

El día del concurso llegué temblando al centro cultural. Había chicos de colegios privados con sus padres orgullosos, materiales caros y sonrisas seguras. Yo llevaba mi cuadro envuelto en una bolsa del supermercado y las manos manchadas de pintura.

Cuando los jueces pasaron frente a mi obra, uno de ellos —una señora mayor con acento cordobés— se detuvo largo rato. Me miró a los ojos y sonrió apenas.

Esa noche no pude dormir. Al día siguiente recibí una llamada: había ganado la beca.

Corrí a casa con el corazón desbocado. Mi madre estaba lavando ropa en el patio.

—Mamá —le dije—, gané la beca. ¡Voy a poder estudiar pintura!

Ella dejó caer la ropa y me miró como si no entendiera.

—¿Y eso qué significa? ¿Vas a dejar la escuela? ¿Quién va a ayudarme acá?

Sentí cómo se me apretaba la garganta.

—No voy a dejar nada, mamá. Solo quiero intentarlo… por mí.

Ella se sentó en el banco y se tapó la cara con las manos.

—No quiero que sufras como yo, Lucía —susurró—. No quiero verte decepcionada.

Me arrodillé junto a ella y le tomé las manos manchadas de jabón.

—Déjame intentarlo, aunque fracase. Prefiero eso a no saber nunca si pude ser algo más.

El silencio entre nosotras fue largo y denso como la lluvia sobre los techos del barrio. Finalmente, ella asintió despacio.

Hoy estudio arte gracias a esa beca. Mi familia sigue luchando cada día, pero ahora saben que mis sueños también son parte de nuestra historia. A veces mi madre me mira pintar y sonríe apenas; otras veces suspira y sacude la cabeza, pero ya no es un «no se puede», sino un «veremos».

A veces me pregunto: ¿cuántos sueños se apagan cada día por miedo o necesidad? ¿Cuántos Lucías hay esperando encontrar su viejo pincel? ¿Y vos? ¿Te animarías a desafiar el silencio entre vos y tus sueños?