Una casa dividida: Entre el amor y los límites

—¡Ya llegaron!— escuché la voz de mi esposo, Ernesto, retumbando desde la sala. El reloj marcaba las seis en punto, como cada viernes. Sentí el nudo en el estómago apretarse mientras guardaba los platos en la alacena. No era miedo, era más bien una mezcla de ansiedad y resignación. Sabía lo que venía: el portazo, las risas estridentes de los niños corriendo por el pasillo, los gritos de “¡Abuela Marta!” aunque nunca me sentí abuela de nadie.

La puerta se abrió de golpe. Mariana, la hija de Ernesto, entró arrastrando una maleta y dos niños pegados a sus piernas. —¡Hola, papá! ¡Hola, Marta!— dijo con esa voz que siempre me pareció forzada, como si quisiera convencerme de algo que ni ella misma creía.

—Hola, Mariana— respondí, esforzándome por sonreír. Los niños ya estaban desparramando juguetes en la alfombra del comedor. Ernesto los abrazó con una alegría que me dolía en el pecho. Yo observaba la escena desde la cocina, sintiéndome una extraña en mi propia casa.

No siempre fue así. Cuando me casé con Ernesto hace diez años, pensé que podríamos construir algo juntos, incluso con las cicatrices que ambos traíamos del pasado. Él venía con una hija adulta y yo con el anhelo de un hogar tranquilo. Pero nunca imaginé que cada fin de semana mi refugio se convertiría en un campo minado.

—¿Marta, tienes jugo para los niños?— preguntó Mariana desde la sala, sin mirarme siquiera. Me mordí la lengua para no contestar lo que pensaba. Fui a la nevera y serví dos vasos mientras escuchaba cómo Ernesto reía con sus nietos.

A veces me pregunto si soy egoísta por querer mi espacio. ¿Acaso no tengo derecho a descansar después de una semana de trabajo? Pero cada vez que intento hablarlo con Ernesto, él me mira como si estuviera traicionando a su sangre.

Una noche, después de que los niños se durmieron y Mariana se encerró en el cuarto de visitas con su celular, me armé de valor.

—Ernesto, tenemos que hablar— le dije mientras lavaba los platos.

Él suspiró, ya sabiendo por dónde iba la conversación.

—Marta, son mis nietos. Mariana no tiene a dónde más ir los fines de semana. Tú sabes cómo es su situación con ese hombre…—

—No estoy diciendo que no vengan nunca— interrumpí— pero cada vez es más difícil para mí. No puedo descansar, no puedo leer tranquila ni ver mi novela. Siento que esta casa ya no es mía.

Ernesto bajó la mirada. —Tú sabías que tenía una hija y nietos cuando nos casamos.

—Sí, pero no sabía que iba a perder mi paz— respondí en voz baja.

El silencio se hizo pesado entre nosotros. Sentí las lágrimas arder en mis ojos pero me negué a dejarlas caer. No quería parecer débil ni cruel.

Al día siguiente, Mariana entró a la cocina mientras preparaba café.

—¿Te molesta que vengamos?— preguntó sin rodeos.

Me sorprendió su franqueza. Dudé antes de responder.

—No me molesta que vengan… Me cuesta adaptarme al cambio. Yo crecí en una casa donde el silencio era sagrado los domingos. Aquí todo es ruido y desorden.

Mariana me miró con una mezcla de compasión y desafío.

—Para mí este es el único lugar donde mis hijos pueden ser niños sin miedo. En casa… bueno, tú sabes cómo es su papá.

Sentí un peso en el pecho. No era solo mi incomodidad; era también la necesidad de Mariana de proteger a sus hijos, de buscar refugio en nuestra casa porque allá afuera la vida era dura y violenta.

Esa tarde, mientras los niños jugaban en el patio y Ernesto dormía la siesta, me senté sola en el comedor. Miré las fotos familiares en la pared: Ernesto joven con Mariana en brazos; yo y Ernesto en nuestra boda; los niños soplando velas en su cumpleaños. ¿Dónde encajaba yo en todo eso?

La siguiente semana intenté hablar con una amiga, Lucía, en el mercado.

—Marta, tú tienes derecho a poner límites— me dijo mientras elegíamos tomates— pero también tienes que entender que aquí en México la familia es todo. Si cierras la puerta a los hijos de tu esposo, él nunca te lo va a perdonar.

Tenía razón. Pero ¿y mi derecho a la tranquilidad? ¿Por qué siempre somos las mujeres las que cedemos?

Esa noche, después de cenar, llamé a Mariana a la cocina.

—Mariana, quiero proponerte algo— le dije— ¿Qué te parece si los niños ayudan a recoger sus juguetes antes de irse? Y si necesitas descansar un rato, puedo cuidar a los niños una hora… pero después necesito mi espacio para mí sola.

Mariana asintió lentamente. —Me parece justo… Gracias por decirlo así.

No fue fácil al principio. Hubo días en que sentí que iba a explotar; otros en los que logré disfrutar las risas de los niños y hasta les enseñé a hacer empanadas como mi abuela colombiana me enseñó a mí. Pero siempre volvía esa pregunta: ¿Hasta dónde debo ceder por amor? ¿Dónde termina el sacrificio y empieza el olvido de una misma?

Hoy escribo esto mientras escucho a Ernesto leerle un cuento a sus nietos en la sala. Siento ternura… y también cansancio. Pero al menos ahora sé que puedo hablarlo, negociar mis espacios y buscar un equilibrio imperfecto entre el amor y los límites.

¿Será posible alguna vez encontrar paz en una casa dividida? ¿Cuántas mujeres más viven este dilema silencioso entre el deber familiar y su propio bienestar? Los leo…