Vacaciones para encontrar la felicidad

—¿Por qué nunca puedes estar simplemente feliz, Lucía? —me gritó Andrés mientras el sol caía sobre la playa de Salinas, y las olas parecían burlarse de nosotros con su vaivén indiferente.

No supe qué responder. Tenía la boca seca y el corazón apretado. Habíamos planeado estas vacaciones durante meses, soñando con dejar atrás el estrés de Guayaquil, el tráfico, los gritos de los vecinos, las cuentas por pagar. Pero ahí estábamos, discutiendo en medio de la arena, rodeados de familias que parecían tenerlo todo resuelto.

Andrés y yo llevábamos ocho años juntos. Él era ingeniero civil, siempre tan práctico, tan seguro de sí mismo. Yo, profesora de literatura, con la cabeza llena de libros y sueños. Cuando nos conocimos en la universidad, juramos que nunca seríamos como esas parejas que se gritan en público. Pero ahora, en este rincón del mundo donde el mar debería curar todas las heridas, éramos exactamente eso.

—No es que no sea feliz —le dije al fin, bajando la voz—. Es que siento que algo me falta. No sé qué es, pero lo siento aquí —me toqué el pecho—, como un vacío.

Él suspiró y se alejó hacia el agua. Me quedé sentada en la toalla, viendo cómo nuestro hijo Matías jugaba con su prima Camila, construyendo castillos que el mar destruía una y otra vez. Mi hermana Verónica me miró desde su sombrilla con esa mezcla de compasión y juicio que sólo las hermanas mayores saben expresar.

—¿Otra vez peleando? —se acercó y me ofreció una botella de agua—. Lucía, tienes todo: un esposo que te quiere, un hijo sano, un trabajo estable. ¿Por qué complicarte?

No supe cómo explicarle que la felicidad no es una lista de cosas que se tildan. Que a veces uno puede tenerlo todo y sentirse vacío igual. Que hay preguntas que no se responden con lógica ni con consejos bien intencionados.

Esa noche, mientras todos dormían en la casa alquilada frente al mar, salí al balcón a escuchar las olas. Recordé cuando era niña y veníamos a estas mismas playas con mis padres. Mi mamá reía mucho más entonces; mi papá aún no había perdido el trabajo ni la esperanza. Pensé en cómo los años nos cambian sin darnos cuenta.

Andrés salió detrás de mí. Se sentó a mi lado en silencio. Por un momento, sólo escuchamos el mar.

—¿Te acuerdas cuando vinimos aquí por primera vez? —me preguntó—. No teníamos dinero ni para un ceviche, pero igual éramos felices.

—Sí —le respondí—. Pero ahora todo es diferente.

—¿Diferente o más complicado? —insistió.

No respondí. Sentí ganas de llorar pero me contuve. No quería que él pensara que era una exagerada.

Al día siguiente, intenté fingir normalidad. Fuimos todos juntos al malecón, comimos helados y tomamos fotos para Instagram como si nada pasara. Pero por dentro, yo seguía sintiendo ese hueco.

La tensión creció cuando mi mamá llamó desde Quito para decirme que mi papá estaba peor del corazón y que quizá debíamos volver antes de tiempo. Andrés se molestó: “Siempre tu familia primero”, murmuró. Yo sentí culpa y rabia al mismo tiempo.

Esa noche exploté:

—¡No entiendes nada! Mi papá puede morirse y tú sólo piensas en tus vacaciones perfectas.

—¡Y tú sólo piensas en tus problemas! ¿Cuándo vamos a pensar en nosotros?

Matías escuchó la pelea y se puso a llorar. Lo abracé fuerte y sentí que todo se desmoronaba.

Verónica intervino:

—Basta ya los dos. ¿No ven que están arruinando todo?

Me encerré en el baño y lloré hasta quedarme sin lágrimas. Me miré al espejo: ojeras profundas, ojos hinchados. ¿En qué momento me convertí en esto?

Al día siguiente decidimos volver a Guayaquil antes de tiempo. El viaje de regreso fue silencioso. Matías dormía en el asiento trasero abrazado a su peluche favorito; Andrés miraba por la ventana; yo pensaba en todo lo que no había dicho.

Al llegar a casa, encontré a mi papá más débil pero sonriente. Me abrazó fuerte:

—La vida es corta, mijita —me susurró—. No pierdas tiempo peleando por tonterías.

Esa noche me senté sola en la sala mientras todos dormían. Pensé en mis sueños postergados: escribir un libro, viajar sola alguna vez, sentirme plena sin depender de nadie más.

Andrés se acercó y me tomó la mano:

—¿Qué vamos a hacer ahora?

Lo miré a los ojos y sentí miedo pero también esperanza.

—No lo sé —le respondí—. Pero quiero intentarlo… Quiero buscar mi felicidad sin perderte a ti ni a Matías.

Él sonrió por primera vez en días:

—Entonces empecemos de nuevo, Lucía.

A veces pienso que buscamos la felicidad como si fuera un destino fijo: una playa perfecta, una familia sin problemas, unas vacaciones soñadas. Pero quizá la felicidad está en aprender a navegar las tormentas juntos, en aceptar que hay vacíos que sólo uno puede llenar desde adentro.

¿Y ustedes? ¿Alguna vez sintieron ese vacío inexplicable aun cuando todo parecía estar bien? ¿Cómo lo enfrentaron?