¿Valió la pena ahorrar cada centavo a costa de mi infancia?

—¡No, mamá! ¡No quiero ponerme ese vestido otra vez! —grité, con lágrimas en los ojos, mientras mi madre sostenía el vestido floreado que había sido de mi prima Mariana. El olor a naftalina me revolvía el estómago. Ella me miró con esa mezcla de cansancio y dureza que solo las madres solteras conocen en los barrios de Ciudad de México.

—Lucía, no tenemos para andar comprando ropa nueva cada vez que se te antoje. ¿Tú sabes cuánto cuesta la vida? —me respondió, sin levantar la voz, pero con una firmeza que me hacía sentir diminuta.

Tenía ocho años y ya sabía que en mi casa el dinero era como el agua en el desierto: escaso, valioso, y siempre a punto de acabarse. Mi mamá, Rosa, trabajaba limpiando casas en la colonia Del Valle. Salía antes de que yo despertara y volvía cuando ya estaba oscuro. Siempre traía consigo una bolsa de pan duro y, a veces, una sonrisa cansada. Pero la mayoría de los días, traía solo silencio y cuentas por pagar.

En la escuela, mis compañeros se burlaban de mis zapatos gastados y de mi lonchera: tortillas frías con frijoles, a veces un huevo duro. Yo los miraba comer sus sándwiches de jamón y jugos de cajita, preguntándome por qué mi vida no podía ser como la de ellos. Mi mamá decía que todo era por mi bien, que algún día lo entendería.

—Mira, Lucía, el dinero no crece en los árboles. Si ahorramos ahora, mañana no te va a faltar nada —me repetía cada vez que yo pedía algo: una muñeca, una visita al cine, una simple paleta en la esquina.

Pero a mí me faltaba todo. Me faltaba su tiempo, su risa, su abrazo. Me faltaba sentirme vista, sentir que yo también merecía algo bonito, aunque fuera pequeño. A veces, en las noches, la escuchaba llorar bajito en la cocina. Yo me tapaba los oídos con la almohada, deseando que el dinero no fuera tan importante, que mi mamá me quisiera más que a sus ahorros.

Un día, cuando tenía doce años, llegó a casa con una noticia:

—Lucía, te inscribí en una secundaria técnica. Vas a aprender computación. Así, cuando seas grande, tendrás un buen trabajo y no tendrás que sufrir como yo.

Yo solo asentí. No le dije que lo que más deseaba era que me acompañara a la feria del barrio, que me comprara un algodón de azúcar, que me preguntara cómo me sentía. Pero ella estaba convencida de que el sacrificio era amor.

Los años pasaron y la distancia entre nosotras creció. Me volví experta en fingir que no me dolía, en guardar mis deseos en el fondo de un cajón. Aprendí a no pedir, a no esperar. Me convertí en una adolescente callada, invisible, que sacaba buenas notas porque sabía que era la única forma de hacer feliz a mi mamá.

Cuando cumplí diecisiete, conseguí una beca para estudiar en la universidad. Mi mamá lloró de orgullo, diciendo que todo su esfuerzo había valido la pena. Yo también lloré, pero por dentro. Me fui de casa con una maleta llena de ropa usada y una soledad que pesaba más que cualquier deuda.

En la universidad conocí a gente de todos los rincones de México. Algunos venían de familias aún más humildes, otros de hogares donde el dinero no era un problema. Escuchaba sus historias y me preguntaba si todos los padres sacrificaban tanto a sus hijos por un futuro incierto. Una tarde, mi amiga Paola me invitó a su casa. Su mamá nos recibió con abrazos y risas, nos preparó chocolate caliente y nos preguntó sobre nuestros sueños. Sentí una punzada en el pecho. ¿Por qué yo nunca tuve eso?

Con el tiempo, conseguí un buen trabajo en una empresa de tecnología. Empecé a ganar mi propio dinero y, por primera vez, pude comprarme ropa nueva, salir al cine, viajar. Pero el vacío seguía ahí. Llamaba a mi mamá cada semana, pero nuestras conversaciones eran cortas, llenas de silencios incómodos y consejos sobre ahorrar.

Un día, después de muchos años, regresé a la casa donde crecí. Encontré a mi mamá más vieja, más cansada, pero con la misma obsesión por guardar cada peso. La casa estaba llena de frascos con monedas, recibos guardados en cajas, ropa doblada que nunca se usaba. Me senté frente a ella y, por primera vez, le pregunté:

—¿De verdad valió la pena, mamá? ¿Valió la pena ahorrar tanto si lo que más necesitaba era tu cariño?

Ella me miró sorprendida, como si nunca se hubiera hecho esa pregunta. Sus ojos se llenaron de lágrimas y, por un momento, vi a la mujer detrás de la madre: una mujer asustada, sola, que hizo lo que pudo con lo poco que tenía.

—Perdóname, hija. Yo solo quería que tuvieras lo que yo nunca tuve. Pero creo que me olvidé de darte lo más importante: mi tiempo, mi amor.

Nos abrazamos, llorando por todo lo que no dijimos, por los años perdidos. Entendí que el miedo a la pobreza puede ser más fuerte que el amor, que a veces los padres se equivocan creyendo que el sacrificio es suficiente.

Hoy, cuando veo a madres en el mercado regateando por unos pesos, pienso en mi infancia. Me pregunto si el dinero realmente puede comprar la tranquilidad, si vale la pena ahorrar cada centavo si eso significa perder momentos que nunca volverán.

¿Y ustedes? ¿Creen que vale la pena sacrificar tanto por un futuro incierto? ¿O es mejor vivir el presente, aunque sea con menos seguridad?