¿Vas a esperarme?

—¿Vas a esperarme? —me preguntó Julián aquella noche, bajo la lluvia, con la voz quebrada y los ojos llenos de promesas que nunca se cumplirían.

Ahora, treinta años después, me miro al espejo del baño, con la luz mortecina de mi departamento en Almagro. El agua golpea los vidrios y el reloj marca las dos de la mañana. Me inclino hacia el reflejo: las ojeras profundas, las arrugas en la frente, el cabello teñido que ya no logra ocultar las canas. Me río, amarga. ¿Qué hay aquí para amar? ¿Quién podría esperar por mí ahora?

Mi hija, Luciana, duerme en la habitación de al lado. Tiene diecisiete años y sueña con irse a México a estudiar cine. No sabe nada del miedo que siento cada vez que pienso en quedarme sola. No sabe nada de Julián, ni de cómo me rompió el corazón cuando yo tenía su edad. Tampoco sabe que su padre, Ernesto, nunca fue mi gran amor. Fue mi refugio, mi tabla de salvación cuando ya no podía más con la tristeza.

—Mamá, ¿por qué no salís más? —me preguntó Luciana hace unos días, mientras desayunábamos mate cocido y medialunas.

—Porque ya no tengo ganas —le respondí, sin mirarla a los ojos.

Pero la verdad es otra: tengo miedo. Miedo de salir y encontrarme con el vacío. Miedo de que nadie me vea. Miedo de que todos vean lo que yo veo: una mujer gastada por el tiempo y las decepciones.

Esa noche, después de dejar a Luciana en la escuela, pasé por la casa de mi madre en Villa Crespo. Mamá tiene ochenta años y una lengua afilada como cuchillo.

—¿Otra vez con esa cara larga? —me dijo apenas abrí la puerta.

—Estoy cansada, mamá.

—No estás cansada. Estás sola. Y la soledad es peor que cualquier enfermedad.

Me senté a su lado y le tomé la mano. Sus dedos temblaban un poco.

—¿Vos creés que alguien puede esperarme todavía? —le pregunté en voz baja.

Ella me miró con esos ojos grises que siempre parecieron ver más allá de lo evidente.

—La vida no espera a nadie, hija. Si querés algo, salí a buscarlo. Nadie va a venir a tocarte el timbre con un ramo de flores.

Volví a casa con esa frase retumbando en la cabeza. Pero ¿cómo se busca algo cuando ni siquiera sabés qué querés?

Esa noche soñé con Julián. Estábamos en la costanera, mirando el río marrón del Río de la Plata. Él me tomaba la mano y me decía:

—¿Vas a esperarme?

Me desperté llorando. Luciana entró corriendo al cuarto.

—¿Estás bien, má?

—Sí, mi amor. Sólo fue un mal sueño.

Pero no era sólo un sueño. Era el peso de todos los años perdidos esperando algo que nunca llegó.

Un sábado cualquiera, Luciana salió temprano y yo me quedé sola en casa. El silencio era tan espeso que casi podía cortarlo con un cuchillo. Me senté frente a la ventana y vi pasar a los vecinos: la señora Rosa paseando al perro, el chico del 3°B con su bicicleta nueva, el portero barriendo hojas secas. Todos parecían tener un propósito menos yo.

Decidí llamar a Ernesto. Hacía meses que no hablábamos más allá de lo necesario por Luciana.

—Hola —dije cuando atendió—. ¿Podemos hablar?

Hubo un silencio incómodo del otro lado.

—¿Pasó algo con Luchi?

—No… Es sobre nosotros.

Nos encontramos en un café cerca del Congreso. Ernesto llegó tarde, como siempre, con el pelo revuelto y la camisa arrugada.

—¿Qué pasa? —preguntó sin rodeos.

—No sé quién soy sin vos —le confesé—. Pero tampoco sé si alguna vez te amé de verdad.

Ernesto bajó la mirada y jugó con la taza vacía.

—Yo tampoco sé quién soy sin vos —admitió—. Pero creo que nunca fuimos felices juntos.

Nos quedamos en silencio largo rato. Afuera llovía otra vez.

Esa noche le conté todo a Luciana. Le hablé de Julián, de mis miedos, de mis sueños rotos.

—Mamá —me dijo ella—, vos siempre me enseñaste a no conformarme. ¿Por qué te conformás vos?

No supe qué responderle.

Los días pasaron lentos y pesados. Empecé a salir a caminar por el barrio, aunque fuera sólo para sentir el aire frío en la cara. Un día entré a una librería y me encontré con Valeria, una vieja amiga del secundario.

—¡No lo puedo creer! ¿Sos vos, Mariana? —exclamó abrazándome fuerte.

Nos sentamos a tomar café y hablamos durante horas. Valeria me contó que se había divorciado hacía poco y que estaba empezando de nuevo.

—¿No te da miedo? —le pregunté.

—Claro que sí —respondió riendo—. Pero prefiero tener miedo a quedarme quieta esperando algo que no va a pasar.

Esa frase me quedó dando vueltas en la cabeza toda la semana. Empecé a pensar en las cosas que siempre quise hacer y nunca me animé: aprender tango, viajar sola al norte, escribir mi historia.

Una tarde me animé y fui a una milonga en San Telmo. Al principio me sentí ridícula entre tanta gente joven y elegante. Pero un hombre mayor se acercó y me invitó a bailar.

—¿Hace mucho que no bailás? —me preguntó mientras girábamos torpemente por la pista.

—Hace toda una vida —le respondí sonriendo por primera vez en mucho tiempo.

Esa noche volví a casa con los pies doloridos pero el corazón liviano. Luciana me esperaba despierta en el sillón.

—¿Y? ¿Cómo te fue?

—Bailé —le dije simplemente—. Y creo que quiero volver a hacerlo.

Poco a poco empecé a sentirme viva otra vez. No porque alguien me esperara, sino porque empecé a esperarme a mí misma: a darme una nueva oportunidad, aunque tuviera miedo.

Hoy miro al espejo y ya no veo sólo arrugas y ojeras. Veo una mujer que sobrevivió al abandono, al desamor y a sus propios fantasmas. Una mujer que todavía tiene ganas de bailar bajo la lluvia aunque nadie la espere al final del camino.

¿Y vos? ¿A quién esperás? ¿Te animarías a esperarte a vos misma alguna vez?