El peso de ser la fuerte: una historia de Mariana

—¿Por qué siempre tengo que ser yo? —me pregunté en voz baja, mientras sostenía la mano temblorosa de mi mamá en la sala del hospital público de Guadalajara. El olor a desinfectante y el murmullo de otras familias desesperadas llenaban el aire. Mamá apenas podía hablar, pero sus ojos buscaban los míos con esa mezcla de orgullo y resignación que siempre me ha dolido más que cualquier regaño.

—Mariana, ¿ya le avisaste a Tomás? —me preguntó la enfermera, como si no supiera la respuesta.

Claro que le avisé. Le mandé mensajes, le llamé, hasta le escribí a su novia por WhatsApp. Pero Tomás nunca tiene tiempo. Siempre está «muy ocupado» en la Ciudad de México, con su trabajo de diseñador gráfico y sus amigos modernos. Hace meses que no viene a ver a mamá, y cuando llama, es para contarle lo bien que le va o para pedirle recetas de la abuela.

Yo, en cambio, siempre estuve aquí. Desde niña aprendí a no molestar, a sacar buenas calificaciones, a ayudar en la casa y a cuidar a Tomás cuando mamá tenía que trabajar doble turno en la panadería. «Tú eres fuerte, Mariana», me decía mamá, como si fuera un premio. Pero ser fuerte también significa ser invisible.

Recuerdo una tarde de mi infancia, cuando tenía diez años y Tomás siete. Él lloraba porque se había caído de la bicicleta. Mamá corrió a abrazarlo, a besarle las rodillas raspadas, mientras yo recogía los juguetes del patio. Nadie me preguntó cómo estaba yo. Nadie notó que también me dolía el corazón.

Los años pasaron y la historia se repitió una y otra vez. Tomás era «sensible», «especial», «el niño de mamá». Yo era la que no daba problemas. Cuando terminé la prepa con honores, mamá apenas sonrió y dijo: «Sabía que lo lograrías». Cuando Tomás reprobó matemáticas, mamá lloró con él toda la noche y le prometió ayudarlo a estudiar.

Ahora, sentada junto a la cama del hospital, veo las manos arrugadas de mamá y siento una rabia sorda mezclada con culpa. ¿Por qué siempre tengo que ser yo la que resuelve todo? ¿Por qué Tomás puede desaparecer sin consecuencias?

La doctora entra y me explica el diagnóstico: insuficiencia renal crónica. Habrá que hacer diálisis tres veces por semana. Miro a mamá y veo el miedo en sus ojos. Ella no lo dice, pero sé lo que piensa: ¿quién va a cuidarla? La respuesta es obvia.

Esa noche, mientras preparo la cena en nuestro pequeño departamento, mamá me mira desde la mesa.

—¿Le dijiste a tu hermano lo del tratamiento?

—Sí, pero no ha respondido —contesto sin mirarla.

—Él tiene muchas cosas…

—¿Y yo no? —La pregunta sale más dura de lo que esperaba.

Mamá baja la mirada. Por un momento pienso que va a llorar, pero solo suspira.

—Tú siempre has sido tan fuerte, hija…

Me dan ganas de gritarle que estoy cansada de ser fuerte, de cargar con todo sola. Pero me muerdo los labios y sigo cortando jitomates.

Las semanas pasan y la rutina se vuelve insoportable: trabajo por las mañanas en una papelería, corro al hospital por las tardes para acompañar a mamá a sus tratamientos, cocino, limpio, pago cuentas. Tomás manda mensajes cada tanto: «¿Cómo sigue mamá?», «Avísame si necesitan algo». Pero nunca aparece.

Un día recibo una llamada inesperada. Es Tomás.

—Oye, Mariana… sé que he estado ausente —su voz suena nerviosa—. Pero es que aquí todo es tan complicado…

—¿Complicado? —le interrumpo—. ¿Tienes idea de lo que es complicado? ¿De ver cómo mamá se apaga cada día y no poder hacer nada?

Hay un silencio largo al otro lado.

—Perdón… —susurra—. No sé cómo ayudarte.

Cuelgo antes de decir algo de lo que me arrepienta. Lloro por primera vez en años. Lloro por mí, por mamá, por ese amor desigual que nos marcó para siempre.

Esa noche mamá me encuentra sentada en el suelo de la cocina.

—No llores, hija…

—Es que ya no puedo más, mamá —le digo entre sollozos—. Siempre fui la fuerte porque tú lo necesitabas… pero ahora yo también necesito ayuda.

Mamá me abraza con torpeza. Por primera vez siento que me ve de verdad.

Pasan los meses y aprendo a pedir ayuda: le hablo a mi tía Rosa para que venga algunos días; busco un grupo de apoyo para familiares de enfermos crónicos; incluso le escribo a Tomás una carta donde le digo todo lo que nunca me atreví a decirle en persona.

No sé si algún día mi hermano entenderá el peso que cargué tantos años. No sé si mamá se dará cuenta del daño de sus preferencias. Pero hoy puedo decir que mi dolor también importa.

¿Hasta cuándo las hijas fuertes tendremos derecho a quebrarnos? ¿Cuántas Marianas hay allá afuera cargando solas con el mundo? Los leo…