A los sesenta, el amor me encontró en el parque central
—Mamá, ¿no te da vergüenza? —La voz de mi hija, Lucía, retumbó en la sala mientras yo colgaba mi abrigo. —Tienes sesenta años. ¿Y todavía andas de la mano con ese hombre por la plaza? ¿Qué va a decir la gente?
Me quedé quieta, con las llaves aún entre los dedos. Sentí el calor subiéndome al rostro, pero no era vergüenza. Era rabia. ¿Vergüenza de qué? ¿De sentirme viva por primera vez en décadas?
Nunca fui una mujer de novelas rosas. Mi vida fue una lista interminable de tareas: levantarme antes del alba para preparar el desayuno, correr al mercado de abastos en el centro de Medellín, trabajar en la panadería hasta que las piernas me dolían, volver a casa para cocinar, revisar tareas, lavar ropa. Mi esposo, Héctor, era un hombre bueno pero distante. Compartimos veintisiete años de rutina, silencios y cuentas por pagar. El amor era un lujo para otros.
Cuando Héctor se fue con otra mujer —una más joven, claro— sentí alivio y miedo a partes iguales. Me quedé sola en el apartamento con Lucía y su hermano menor, Andrés. Me convencí de que mi vida ya estaba hecha: abuela, madre, trabajadora incansable. El amor era cosa de novelas mexicanas que veía mi vecina Rosa.
Pero entonces llegó Julián.
Lo conocí una tarde cualquiera en el parque central. Yo estaba sentada en una banca, mirando a los niños jugar y a los vendedores ambulantes gritar sus ofertas. Julián se sentó a mi lado y me ofreció una empanada. Tenía el cabello blanco y las manos grandes, marcadas por años de trabajo en la construcción. Hablamos de todo y de nada: del clima, del precio del arroz, de la última novela de García Márquez que él había leído.
—¿Y usted por qué está sola? —me preguntó sin rodeos.
—Porque así es más fácil —le respondí, aunque ni yo misma me creía.
Empezamos a vernos cada semana. Caminábamos por el parque, compartíamos café en el puesto de doña Miriam, reíamos como adolescentes. Un día me tomó la mano y sentí un cosquilleo que creí olvidado para siempre.
Pero Lucía no lo entendía. Para ella, yo debía ser abuela y nada más. Me miraba como si hubiera traicionado un pacto invisible.
—¿No te das cuenta de lo ridículo que se ve? —insistió una noche mientras cenábamos arroz con pollo—. La gente habla, mamá. Dicen que te volviste loca después del divorcio.
—¿Y qué importa lo que digan? —le respondí, tratando de mantener la voz firme—. Por primera vez en mi vida hago algo solo porque quiero.
Andrés fue diferente. Él sonrió cuando le conté sobre Julián.
—Mamá, si ese señor te hace feliz, ¿qué importa lo demás? Ya sufriste suficiente.
Pero Lucía no cedía. Un domingo llegó llorando a mi casa.
—¿Por qué no puedes ser como las otras mamás? Las que se quedan en casa tejiendo o cuidando nietos. ¿Por qué tienes que hacer esto?
Me dolió su incomprensión más que cualquier chisme del barrio. Pero también me di cuenta de algo: toda mi vida había vivido para otros. Para mis hijos, para mi esposo, para la familia extendida que siempre necesitaba algo. Nunca para mí.
Una tarde lluviosa, Julián me invitó a bailar en la plaza durante la feria del pueblo. La música sonaba fuerte y la gente nos miraba curiosa. Sentí las miradas clavadas en mi espalda: algunas burlonas, otras sorprendidas. Pero cuando Julián me giró entre sus brazos y vi su sonrisa sincera, todo desapareció.
—¿Te importa lo que piensen? —me susurró al oído.
—Ya no —le respondí sin dudar.
Esa noche, al volver a casa empapada pero feliz, encontré a Lucía esperándome en la sala.
—¿De verdad crees que puedes empezar de nuevo a esta edad? —me preguntó con voz temblorosa.
Me senté a su lado y le tomé la mano.
—No sé si puedo empezar de nuevo —le dije—. Pero sí sé que no quiero morirme sin haber sentido esto al menos una vez.
Lucía lloró en silencio y yo la abracé como cuando era niña. No sé si algún día entenderá mi decisión, pero ya no busco su aprobación. La vida es corta y cruel; nos roba los sueños sin pedir permiso. Yo no quiero dejarme robar ni uno más.
Hoy camino por el parque con Julián cada tarde. Nos tomamos de la mano sin miedo ni vergüenza. A veces los vecinos murmuran; otras veces nos sonríen con complicidad. He aprendido que nunca es tarde para amar ni para desafiar las reglas invisibles que nos imponen desde niños.
¿Quién decide cuándo se acaba el derecho a soñar? ¿Por qué nos enseñan a resignarnos tan pronto?
Tal vez ustedes puedan decirme: ¿vale la pena renunciar al amor solo para encajar en lo que otros esperan?