El Silencio de Lucía: Entre el Amor y la Vergüenza

—¿Ves cómo te mira, Lucía? —la voz de mi mamá, Clara, retumbó en el pequeño departamento mientras la lluvia golpeaba los ventanales como si quisiera entrar a juzgarnos también—. Con amor y con asombro. ¿No lo notas?

No respondí. No podía. Sentía el corazón en la garganta y las manos me temblaban. Marcio acababa de salir del baño, con el torso desnudo y el cabello aún mojado, y la tensión en el aire era tan densa que casi podía cortarse con un cuchillo. Mi mamá lo miraba con una mezcla de orgullo y advertencia, como si él fuera un trofeo y una amenaza al mismo tiempo.

—¿Sabés cómo te mira él? —intervino mi hija, Sofía, con esa sonrisa pícara que heredó de su padre—. Con amor y admiración.

Marcio se sentó al borde de la cama, apenas cubierto por una toalla. Me buscó con la mirada, pero yo no pude sostenerle los ojos. Sentí un dolor dulce en el pecho, una mezcla de deseo y culpa que me quemaba por dentro. Se inclinó para besarme, pero giré la cabeza.

—No, Marcio… no puedo —susurré, apenas audible.

Él se quedó quieto, mirándome con esos ojos oscuros que tantas veces me habían hecho sentir viva. Pero esta vez no era lo mismo. Esta vez, mi mamá estaba ahí, y Sofía también. Y yo… yo era otra.

—¿Por qué no podés? —preguntó él, con voz ronca.

No supe qué decirle. ¿Cómo explicarle que el amor puede doler más que cualquier herida física? ¿Cómo confesarle que la vergüenza pesa más que el deseo?

Mi mamá se levantó del sillón y se acercó a mí. Me tomó la cara entre las manos y me obligó a mirarla.

—Lucía, hija… ¿qué estás haciendo con tu vida? ¿No ves que te estás destruyendo? Ese hombre no es para vos. No después de todo lo que pasó con tu padre.

Sentí las lágrimas arder en mis ojos. Mi papá nos había abandonado cuando yo tenía quince años. Se fue con otra mujer y nunca volvió. Desde entonces, mi mamá había construido un muro invisible entre nosotras y cualquier hombre que se acercara demasiado.

—Mamá, Marcio no es papá —dije, tratando de sonar firme—. Él me quiere de verdad.

Ella negó con la cabeza.

—Todos dicen eso al principio. Después te dejan sola, como a mí.

Sofía se acercó y me abrazó por la espalda.

—Mamá, vos merecés ser feliz —susurró—. No dejes que la abuela te meta miedo.

Pero el miedo ya estaba dentro de mí. Era un animal salvaje que me mordía por dentro cada vez que pensaba en lo que dirían los vecinos, en lo que pensarían mis amigas del barrio, en cómo me miraría mi propia hija si supiera toda la verdad.

Marcio se levantó y se vistió en silencio. Yo lo miré desde la cama, sintiendo que cada movimiento suyo era una despedida anticipada.

—Si no confiás en mí, Lucía… no sé qué más puedo hacer —dijo antes de salir al pasillo.

La puerta se cerró con un golpe seco y el silencio llenó el departamento como una marea oscura.

Me quedé sentada en la cama, abrazando las rodillas contra el pecho. Mi mamá se sentó a mi lado y me acarició el pelo.

—No llores, hija. Todo pasa —dijo con voz cansada.

Pero yo sabía que no todo pasa. Hay heridas que nunca cierran del todo.

Esa noche no dormí. Escuché a Sofía llorar bajito en su cuarto y sentí una culpa tan grande que casi no podía respirar. ¿Qué clase de madre era yo? ¿Qué ejemplo le estaba dando?

Al día siguiente, fui a trabajar como si nada hubiera pasado. En la fábrica de costura donde paso ocho horas diarias cosiendo uniformes escolares, nadie notó mis ojos hinchados ni mi sonrisa forzada. En el almuerzo, mis compañeras hablaban de fútbol y de los precios del supermercado, pero yo solo pensaba en Marcio y en cómo había dejado que el miedo me robara otra oportunidad de ser feliz.

Cuando volví a casa esa tarde, encontré a mi mamá cocinando guiso de lentejas y a Sofía haciendo la tarea en la mesa del comedor. Todo parecía normal, pero nada lo era.

—¿Vas a llamarlo? —preguntó Sofía sin levantar la vista del cuaderno.

Negué con la cabeza.

—No sé si quiero volver a verlo —mentí.

Mi mamá suspiró desde la cocina.

—Mejor así. Los hombres solo traen problemas.

Sentí una rabia sorda crecer dentro de mí. ¿Por qué tenía que ser así? ¿Por qué las mujeres de mi familia estábamos condenadas a vivir con miedo?

Esa noche, después de cenar, salí al balcón a fumar un cigarrillo. Miré las luces de Buenos Aires parpadear en la distancia y pensé en todas las veces que me había negado algo por miedo al qué dirán. Pensé en mi mamá, en su soledad amarga; en Sofía, en su inocencia todavía intacta; y en Marcio, en su amor paciente y sus manos cálidas.

De pronto sentí una mano en el hombro. Era Sofía.

—Mamá… ¿vos alguna vez fuiste feliz?

La pregunta me atravesó como un rayo.

—No lo sé —respondí con honestidad brutal—. Creo que siempre tuve miedo de serlo.

Ella me abrazó fuerte.

—Yo quiero verte feliz —dijo—. No importa lo que diga la abuela ni nadie más.

Lloré en silencio mientras ella me abrazaba bajo el cielo gris de Buenos Aires. Por primera vez entendí que tenía derecho a elegir mi propio camino, aunque eso significara enfrentarme a mi mamá, al barrio o incluso a mí misma.

Esa noche llamé a Marcio. Le pedí perdón por dejarme llevar por el miedo y le dije que quería intentarlo de nuevo. Él vino enseguida, sin preguntas ni reproches. Nos abrazamos largo rato en el pasillo del edificio, mientras los vecinos espiaban detrás de las cortinas.

Mi mamá no dijo nada cuando lo vio entrar. Solo me miró con esos ojos tristes y resignados que tanto odio y tanto amo al mismo tiempo.

Ahora sé que la vida no es fácil para ninguna mujer en este país. Que siempre habrá alguien dispuesto a juzgarnos o a decirnos cómo debemos vivir. Pero también sé que merezco ser feliz, aunque tenga que pelear por ello todos los días.

¿Y ustedes? ¿Alguna vez dejaron pasar una oportunidad por miedo al qué dirán? ¿Vale la pena renunciar al amor para complacer a los demás?